Bajo el cielo de tungsteno del País Vasco, allí donde los helicópteros se pasean bajo las nubes y la lluvia siempre amenaza con caer, aunque no siempre lo haga, Jorge atraviesa las estaciones de una vida peculiar o quizá indistinta: asiste al colegio de los jesuitas; confraterniza con todo tipo de compañeros (desde los más cercanos hasta el impenetrable Juan Mari Basterra, misterioso y aislado); sufre la muerte temprana de su padre; encuentra un trabajo como asesor de un antiguo condiscípulo, ahora metido en tareas políticas; experimenta atracción (a veces explícita, a veces callada) por varias mujeres; sufre varios reveses y alguna gloria; conoce la decepción, la mezquindad, el amor, la melancolía y el tedio; y, al llegar a la madurez, descubre que muchos de los colores que anheló escondían el gris por debajo de su fino esmalte superficial. Aprende que “el peor patán, consciente de sus facultades, resulta más cautivador que una persona sensible aprisionada en una zozobra interior”; aprende que “amar, en términos estratégicos, significa ponerse en desventaja”; aprende que los padres son “tipos desamparados impelidos a amparar”; y aprende, en fin, que su ciudad del norte (como quizá todas las ciudades) es “una prodigiosa cochambre repleta de seres humanos y de cosas”. Durante años, ha trabajado dentro de un despacho político, fabricando consignas, pisando moquetas y pasillos encerados, y formando parte de ese mundo artificial y parasitario que Pedro Ugarte retrata en un párrafo memorable: “Extraña casta donde se amontonan los asesores y los intermediarios y los mediadores, y los consultores y los consejeros, y los titulares de tantas presidencias y delegaciones y secretarías y gerencias que se demoran en labores de representación, en continuas y sedantes reuniones, en proyectos evanescentes, en actuaciones que se posponen indefinidamente a la espera de un subsiguiente estudio o de un inminente informe o simplemente a la espera de que lleguen las próximas vacaciones para olvidarlo todo y empezar después con otra cosa” (p.303).
En esta historia de Jorge, además de muchos detalles excelentemente narrados (como el devenir grisáceo de la mayor parte de las vidas que nos rodean), nos encontramos con un análisis portentoso de la infelicidad perpetua que aqueja a quien no acierta a descubrir su lugar en el mundo; o que, descubriéndolo, no lo sabe apreciar y lo malbarata.
Irónico, lúcido y analítico son tres adjetivos esdrújulos que definen a la perfección a este maravilloso escritor bilbaíno, por el que siento una admiración creciente. Sus cuentos me embriagan y sus novelas me asombran, porque descubro siempre en sus páginas la magia (quizá laboriosa, pero aparentemente sencilla) con la que encuentra la expresión exacta y bella de las cosas, el ritmo inmejorable, el rigor léxico, la construcción inmaculada.
Me pongo en pie ante pocos autores. Pedro Ugarte es uno de ellos.