Revista Educación
El lunes fui a dar una charla a un colegio público de Cáceres. Fue en el CEIP «Alba Plata» y hablé a un grupo de chicos de 5º de Primaria y unos pocos más de 6º. Una experiencia luminosa, gracias a una amiga —Vega—, profesora en el centro y una de las responsables con sus compañeras de que sea uno de los colegios públicos que mejor funcionan en esta ciudad. Una experiencia gustosa y un reto. No es fácil —les dije— cambiar el chip después de haber dado una clase en la Facultad a jóvenes de veinte años —noté aquí una admiración—, y hablar de literatura —también— a niños de 5º de Primaria. Tan difícil, diré, que no lo conseguí. Es muy complicado para un profesor de otro nivel bajar a la altura de estos inquietos y despiertos alumnos. Lo único que esperaba es que se me notase mi entusiasmo y mi satisfacción por estar durante más de una hora conviviendo con el presente y el futuro presentido de este país, alumnos con ganas de aprender y profesores entregados a ellos. Nunca mejor dicho, a ellos entregados. Por eso, les leí estas palabras que dijo José Manuel Blecua, director de la RAE, en una entrevista con el periodista Juan Carlos Soriano, publicadas en la revista Turia (núm. 100, 2011-2012): «Reivindico esa labor, incluso social, del profesor de instituto, ya que creo que, junto con el maestro de enseñanza primaria, son piezas vitales de la educación de un país. Luego la Universidad tiene sus alicientes, pero no es comparable. El progreso en el conocimiento resulta enorme a esa edad. Usted toma a un alumno de diez años y lo devuelve a la sociedad con dieciocho, convertido en otra persona completamente distinta. ¡Cómo no va a ser apasionante ese trabajo!». Reconozco que, en ese momento, me dirigía más —con la debida veneración— a los docentes que a los pipiolos, que bien debieron de quedarse con la copla, a juzgar por la batería de preguntas gustosas a la que me sometieron. Los ilustres pipiolos.