Pedro Paricio Aucejo
Al igual que todo cuanto existe tiene en Dios su principio y su fin, el hombre, como criatura que viene de Dios –y es llevado por su Providencia en la vida presente–, ha de volver también definitivamente a Él. Este proceso exige que, para poder alcanzar la auténtica paz, el ser humano tenga que arraigar su existencia en la voluntad divina. Se trata de un estado de armonía profunda cuyo itinerario espiritual encuentra su centro en el Creador e irradia a través de todo lo creado: afecta a la relación con Dios, con uno mismo y con el prójimo.
La persona tiene paz con Dios cuando se vincula íntimamente con Él y con su obra. A su vez, esta asimilación vital le otorga el orden y la unidad necesarios para estar en paz consigo mismo y con sus semejantes, a los que ve como miembros integrantes de la misma realidad en la que todos participan. Solo la paz personal que sigue este recorrido puede ser garantía de la paz universal. No en balde ella fue el último legado de Cristo en este mundo (‘La paz os dejo, mi paz os doy’).
Sobre este asunto, pero ceñido a la obra de Santa Teresa de Jesús, versa el texto que, con el título de ‘Teresa en el IV centenario de la reforma de la orden carmelitana’, apareció publicado el 1 de septiembre de 1962 en la desaparecida revista Triunfo, fruto de la pluma del escritor gallego Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), cuya amplia trayectoria literaria, investigadora y docente ha hecho incuestionable su presencia en el paisaje literario español del siglo XX.
Su polifacética actividad fue refrendada por numerosos galardones académicos, distinciones civiles y premios literarios, entre los que destacan el Príncipe de Asturias de las Letras, el Miguel de Cervantes, el Planeta, el Nacional de Literatura y el de la Crítica Literaria, estos dos últimos concedidos en dos ocasiones. Este académico (además de profesor, crítico literario y teatral, ensayista, traductor, dramaturgo y novelista, con varias obras adaptadas al cine y la televisión) ejerció también el periodismo de colaboración en numerosos diarios y revistas, del que es una buena muestra el artículo citado.
En él, Torrente Ballester parte de la evocación del carácter medieval que presentaba tanto Ávila en el siglo XVI como la actividad religiosa de Teresa Sánchez de Cepeda en su temprana juventud, que aspiraba al martirio y a la redención de cautivos. Ambos hechos pueden explicar –según este autor– algunos aspectos de la voluntad reformadora de la carmelita castellana, que, por no gustarle cómo se vivía en ciertos conventos, quiso mudar sus costumbres. La originalidad de su cambio estribó en que, en vez de inventar una regla, restauró la primitiva, considerando conveniente solo la actualización de la del siglo XIII. El hecho de que su reforma la haya sobrevivido hasta nuestros días demuestra que, en la regla olvidada, existían elementos susceptibles de conservación: al ser profundamente evangélicos, no perdían actualidad. Por eso resulta moderna la reforma teresiana del XVI, por la vigencia de su espíritu, aunque la letra pertenezca al siglo XIII.
De ahí que, cuando el autor se plantea si, en 1962 –fecha de publicación del artículo–, sigue teniendo actualidad su obra, no le quepa la menor duda: Teresa es muy de hoy. Para percatarse de ello, basta leer con atención lo que ha escrito, despojado de accidentes y de las peculiaridades de su situación personal y de su tiempo. Pero, sobre todo, además de la simpatía y atracción de la figura humana y literaria de la Santa, continúa en vigor en nuestros días su modo de vivir la relación con Dios, centrada en la vocación de orar y contemplar, que son elementos religiosos de poca visibilidad pero de permanente presencia por lo imperecedero de su intrínseco valor.
Por eso Torrente Ballester se atreve a conjeturar que, también hoy, “esta Teresa actual hubiera peregrinado lo mismo bajo el sol ardiente de Castilla, hubiera ido de pueblo en pueblo y de casa en casa, para que unas cuantas muchachas pudiesen retirarse a la impresionante desnudez de unos claustros elementales y poder allí, en paz, orar y contemplar”. Porque este es un modo necesario y permanente –de hoy y de siempre– de vida religiosa. Más aún, arguye el literato coruñés: quizá no tarde mucho en que el espíritu cansado busque, dentro y fuera del cristianismo, formas de vida equivalentes: “También hoy, el alma de los hombres necesita la paz, y eso, la paz, fue lo que Teresa ofreció a sus monjitas y a sus frailecitos con su reforma. Lo demás es accidente.”
Y es que… en ‘la paz del alma enamorada de Dios’ se encuentra la esencialidad de la propuesta teresiana. En ella ‘nace la verdadera alegría’, la que surge cuando, solo ‘puestos los ojos en su honra y gloria’, teniéndolo ‘todo debajo de los pies y [estando] desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas’, no se posee más deseo que ‘unir la propia voluntad a la de Dios’. Es entonces cuando se alcanza… ‘un dejarse llevar que es vuelo del espíritu’.
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