El 8 de marzo de este 2015, más de setecientos días después de haberse retirado del mundo del toreo, Francisco Rivera hizo algo bastante común entre las celebrities: su primera reaparición; un nuevo salto al ruedo que tuvo lugar en Olivenza, Badajoz, y que le llevaría inexorablemente hacia la profunda cornada que sufrió antes de ayer en la plaza de toros de Huesca.
Las cosas van como van; y así como en las plazas los toros se cuentan en lotes, y nadie siente pena por un bicho que ni quiere estar por allí ni sabe qué pintan esos tíos vestidos de luces con capotes, también debemos tener presente que, de vez en cuando, un pitón revienta contra el triángulo femoral del muslo y algún torero cae en la arena con una herida mortal. Y ahí está el caso del famoso Manolete, que por muchas angustias de las que se rodease, no quedó contento hasta que la cosa se torció del todo en Linares.
Pero la empatía tiene, hoy más que nunca, un límite en cuestiones de maltrato animal; quizá por ello PACMA, el Partido Animalista, ha tenido que emitir un comunicado (no del todo atendido por sus seguidores) para que los usuarios de Twitter y otras redes dejen de publicar deseos de muerte contra la grave cornada sufrida por el taurino.
Personalmente, veo defendible la actitud de estos activistas y, en absoluto, contraria a los derechos de los animales, puesto que no hay que olvidar que es el primero quien agrede a estos, y no a la inversa. Así, nadie desea mi muerte por recibir un mordisco de un perro que paseo en una protectora, ni de los policías del APDA que quieren seguir aprendiendo cómo ser mejores en su trabajo (tratando adecuadamente a perros, gatos y demás fauna); al fin y al cabo, un amante de los animales difícilmente se apenaría por el asesino del león Cecil si este, y no el león, hubiera muerto durante la cacería, ¿o sí?
Sin embargo, no la comparto. Ser animalista, luchar por los derechos de los animales, requiere una ética inamovible que, si realmente quiere ser una apuesta de futuro para todos nosotros, no puede estar enmarcada en el odio, la agresividad y la violencia, sino en el debate, el acuerdo y el progreso de la misma idea de tradición.
Fran Rivera abandona gravemente herido la plaza de toros de Huesca en brazos de varios compañeros, subalternos y novilleros que se apresuran a auxiliarlo.
Por ello, jamás se me ocurriría desear que Fran Rivera no pueda volver a torear: esta tiene que ser una decisión personal, razonada e individual (hoy); y según los últimos cambios autonómicos en Cataluña, Galicia, Baleares y muchas otras provincias, quizá una obligación democrática que debamos votar entre todos.
Ayer, en la prensa, podía observarse cómo este salía en brazos de varios compañeros, entre los que se encontraba Juan José Padilla, quien no siempre fue tuerto, y a quien el ojo se lo robó un toro en Zaragoza. En este caso, y como están las cosas, poco más puedo desear a Francisco Rivera que se recupere y aprenda. Pero desconozco si lo hará. Antes que él, no lo hizo el Tuerto, ni su padre, Paquirri, cuyo error le costó la vida a mediados de los ochenta en Pozoblanco (Córdoba).
Eso sí, por extraño que parezca, qué difícil nos resulta a algunos respetar a los supuestos triunfadores de la familia Rivera Ordóñez por su profesión; algo de lo que sí podrían aprender de su hermanastro, Kiko que, como mucho, nos destroza los nervios entre programas del corazón y sesiones como DJ, pero daño, lo que se dice daño, no hace a nadie. Y eso sí que le honra como persona.
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