Por Marina Pagnutti (*)
Jueves 9.30 de la mañana. Espero que llegue el taxi que reservé para ir temprano a la localidad de Ezeiza. El día está soleado, bastante fresco y es el último del mes de mayo.
Pero este no es un día más. En principio porque el gélido clima se instaló repentinamente en las primeras horas de la mañana luego de extensas jornadas de densas nubes y humedad. Y es una mañana distinta porque la vengo tramitando hace tiempo, sorteando los sinuosos caminos burocráticos para acceder al destino de mi nota. Pero esta vez, de verdad que tiene un color diferente. Mi voz no responde como siempre, la estoy perdiendo, y si bien salí airosa de los laberintos administrativos, ahora tengo la barrera de la oralidad acechando en las últimas horas del mes. Mi disfonía se la veía venir y vino.
9.45 voy en busca de la camarógrafa que documentaría el trabajo de un día atípico para las dos.
Con mi escasa voz le comunico y apunto en un cuaderno que tendría que hacerse cargo de hablar con el chofer, indicarle el camino por donde iríamos, para luego finalmente en el medio del viaje escribirle unas improvisadas preguntas para que ella pueda formularles a los futuros entrevistados.
Ese era el plan inicial. Pero como siempre el genio interno se disputa un lugar con la ansiedad, no me contuve y traté de vencer los impedimentos orgánicos, aunque sea por un tiempo, para no perderme detalle de nada.
Un viaje largo a Ezeiza, que por un momento el chofer confundió creyendo que nuestro destino era el aeropuerto. Pensó que nos iríamos de viaje, pero no estaba errado en el concepto, pero sí en la locación. Porque fuimos hacia otro viaje, pero no al que te transporta a través del aire hacia otra ciudad, sino al que te traslada al más absoluto encierro. Un pasaje a la opresión y al más sin sentido que podría llegar a caer un ser humano. Un lugar oscuro, cargado de una atmósfera densa llena de desesperanza, donde los que caen allí, llegan por inadaptados, por errores humanos. Muchos de ellos por violar, transgredir el orden y las buenas costumbres. Por burlar las leyes, por defraudar al fisco, por extorsiones, robos a mano armada, secuestros, violaciones humanas, y hasta por disparar a sangre fría a otra persona y matarla.
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Estamos en la zona. Nuestro destino de Ezeiza era más lejos y menos visible de lo que esperábamos. Podría decir que llegar al Penal no es una tarea fácil, y menos cuando los tres que estamos en el auto tenemos indicios pero no certezas de la exactitud del establecimiento. Sobre todo porque ese lugar marginal al cual nos dirigimos tiene una particularidad que es estar sobre una calle sin nombre. Otra dificultad más, como mi voz.
Llegamos, y nos anunciamos en la entrada donde se encuentra un puesto policial con dos oficiales.
- Buenos días, tenemos una entrevista pautada para hoy. Quedamos en encontrarnos con el Jefe del complejo el Sr. Fernández. Lo podría ubicar por favor -me presento.
- Si, aguarden aquí, ahora lo llamamos. ¿De dónde son ustedes? -pregunta el oficial.
- De un canal de televisión.
- Esperen aquí que ya lo llamamos.
Al cabo de diez minutos nos vienen a buscar dos oficiales más. Amables, predispuestos a contestar cualquier pregunta que le hiciéramos. Tal vez, la motivación principal es que no les parece habitual que un equipo de mujeres llegue a filmar un lugar tan lúgubre como la cárcel. Para todos predominaba la curiosidad y la ansiedad de lo diferente a la rutina.
Cuando me doy vuelta el taxista nos dice que tenemos que pagarle, pero nunca se había enterado que era un viaje con cuenta. Valor del recorrido: 235 pesos. Pienso que es un precio muy costoso para un destino que no te lleva a ninguna parte.
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Llegó el momento de registrarnos, un pase de documentos, credenciales en mano y unos minutos de espera hasta que nos vinieron a buscar. Era un colaborador del Jefe del complejo que nos llevó hasta su oficina. Pero lo llamativo es que tantas barreras que se habían producido desde las 9.30 hasta ese instante, fueron eludidas sin tapujos a la hora de pasar por los controles técnicos del escáner, el detector de metales, el infrarrojo, y la entrega de cámara, trípode, bolsos, y equipaje adicional. La chicharra sonó fuerte, pero nunca nos detuvimos. Ni ellos lo hicieron.
Llegamos a la oficina del jefe. Intento hablar poco, ya que la idea original es que la camarógrafa sea mi interlocutora, pero me disculpo y les pido que hagan un esfuerzo en entenderme con las obvias limitaciones vocales. No hubo ninguna queja, más bien surgió una natural predisposición a escucharme en esas precarias condiciones.
La oficina es acogedora y dista bastante con el contexto del lugar: luminosa, cargada de portarretratos y con un gran escritorio que combina a la perfección con un variado numero de placas honoríficas y diplomas colgados sobre las paredes.
Todo indica que estamos en el momento correcto, con las condiciones pactadas de antemano. No nuestras, pero sí de ellos.
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Caminamos por un pasillo. Pasamos una puerta con altas normas de seguridad que nos comunica con el exterior de la penitenciaria, para dar solo unos pasos y subirnos a un auto que nos traslada apenas unos kilómetros de distancia.
El predio es amplio y monótono. Con un paisaje en el que abunda la arquitectura de líneas simples, cuadradas, rectangulares y burdas de color gris cemento, que intercalan con un prolijo césped recién cortado, y como elemento predominante un doble alambrado de púas circulares en todo el perímetro del predio, a una altura que para llegar hasta ellas cualquiera sería atrapado de inmediato sin escapatoria. En ese exterior previo al ingreso de una de las unidades a las que vamos a visitar, solo transitan docentes, funcionarios, visitas especiales y alguna camioneta que ingresa con detenidos. Todo el penal está dividido en seis módulos que ahora denominan Unidades Residenciales, donde en cada una conviven aproximadamente unos 350 internos.
En total el Penal de Ezeiza cuanta con 1870 internos y unos 1500 funcionarios, sobre una superficie de 350 hectáreas bajo un régimen de mediana y mínima seguridad.
Bordeando los pabellones se encuentran los sectores de trabajo, cultivos y talleres donde los internos realizan lo que burdamente llamamos laborterapia; una actividad que les dé sentido a las largas horas dentro del lugar.
En la Colonia del Penal de Ezeiza, que le debe su nombre al acaudalado José María Ezeiza, que antiguamente donó los terrenos, hoy, de la mano de los internos se trabaja la actividad agrícola, concentrando la mayor superficie cultivada con maíz, alfalfa, avena y diversas semillas. Y a su vez posee una huerta orgánica destinada a la siembra y cuidado de verduras y hortalizas.
Sin embargo, hay otro tipo de actividades centrales donde los presos ocupan sus interminables horas del día, y las realizan en los talleres laborales donde suman puntaje y practican carpintería, herrería, mecánica y electrotécnica. Propuestas para ocupar sus manos y controlar la mente de la desazón. Talleres que ayudan a incorporar conocimientos mientras acompañan la soledad, buscando los motivos de los por qué y para qué están ahí.
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Son las 11 de la mañana y el frío no da tregua, y mucho menos en ese contexto áspero y hostil que destila el presidio.
Caminamos por un pasillo largo, pintado de un viejo amarillo ocre, con algunas paredes cargadas de cartulinas de colores con mensajes escolares, con textos informativos que remiten a materias de todos los niveles, principalmente del primario y secundario. Unos pasos en la unidad con el máximo color de la penitenciaria, justo en el sector donde se encuentran las aulas para los internos que tienen acceso a la educación.
En 2006 se incorporó a la Ley 26.206 una especial atención a la educación en contextos de encierro orientado a las personas privadas de la libertad como una modalidad del sistema educativo. Desde ese año hasta la actualidad los presos tienen como obligación terminar sus estudios primarios y secundarios. Y en menos de una década hasta el 2012 ya aumentó en un 170 por ciento la cantidad de internos que estudian en las cárceles federales. Aproximadamente unos 30 mil estudiantes presos que se encuentran distribuidos en 180 establecimientos del país.
Y ese es el motivo de la nota, del trabajo de hoy, descubrir como estas personas privadas de su libertad, incorporan esos conocimientos básicos para desarrollarse mejor, entender cómo asimilan una educación que, en muchos de los casos, les fue negada, pero en otros no, y ahora la reciben con otra mirada y desde otra concepción.
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Nos llevan a un aula vacía, también de color ocre gastado, con dos ventanitas muy chicas. No están enrejadas, pero el tamaño advierte que no existe ninguna posibilidad de escapatoria. Es una aula normal como se encuentra en cualquier escuela, solo que acá se siente diferente. Al menos unos veinte pupitres la habitan, un pizarrón y un escritorio.
Llega Carlos, mi entrevistado, un interno que quiere dar su testimonio sobre como influyó la educación que le aportó el penal.
Como dije en un principio. Las condiciones estaban pautadas de ante mano, no las mías, pero sí las establecidas desde la penitenciaría. Había tres posibles internos para entrevistar, y uno de ellos llegó. Y ese no era un problema para mí.
Carlos, tiene 40 años y lleva ocho en prisión. Se presenta de manera cordial, entre tímido, y expectante con la mirada de las nuevas visitas. En el medio de los dos estaba la camarógrafa analizando los futuros planos que haría para la entrevista, también se encontraba Rubén, uno de los docentes a cargo del penal, con más de veinte años en el ejercicio educativo. Y entre encuadres y presentaciones, se acercaban algunos internos curiosos.
Uno de ellos ofreciendo café de manera enérgica y con cierta gracia para desenvolverse entre personas ajenas a la cotidianeidad del penal.
- Si, queremos -le digo.
- ¿Con azúcar o edulcorante? Ustedes pidan, yo les traigo lo que quieran. Acá les dejo por las dudas el azúcar -responde.
Eran tres tazones blancos, un poco desvencijados, que venían con tres cucharas, junto a un envase de mostaza convertido en una improvisada azucarera. Por cierto, estaba muy rico ese café.
Carlos me pregunta si su cara se iba a ver en la nota. Le pregunto que prefiere y me vuelve a preguntar por donde saldría. Le contesto que por toda Latinoamérica, incluido Argentina y parte de Europa y Asia.
Me dice que no le importa salir por todo el mundo, pero que prefiere no dar la cara acá para que no lo estigmaticen.
Le digo que me parece bien. Y acomodamos los planos frente a la cámara para que la única cara visible sea la mía y su testimonio se escuche a través de una nuca rapada.
- Carlos, ¿en qué te ayudó poder estudiar en el penal? -le pregunto como para comenzar un diálogo relajado.
-Me ayudó mucho. Gracias al estudio puedo hablarte, puedo tener esta conversación, expresarme mejor, que sin haber pasado por eso no podría enfrentarme hoy a todo esto. A ustedes.
- ¿Esto de terminar el secundario en Ezeiza fue porque no tuviste la posibilidad de hacerlo cuando eras chico?
- En mi caso no puedo decir que no tuve la posibilidad, porque la tuve, todos mis hermanos lo hicieron, y fui yo quien decidió seguir otro camino. Una camino que estaba mal, pero que en su momento me gustó.
- ¿Tenés hijos?
- Tres
- ¿Cómo es la relación con ellos estando encerrado?
- Y por ejemplo, esto de poder estudiar me ayudó mucho y me dio impulso para estudiar una carrera universitaria. Estoy en el CBC, sé que no es obligatorio, y aunque tenga los objetivos de estudio dentro del penal cumplidos lo seguiré porque así lo siento. Y cuando hablo con mi hijo por teléfono y me consulta por una tarea que le dieron en el secundario, yo puedo ayudarlo. Darle una mano. Eso me llena de orgullo, no me siento una basura -no terminó la frase que sus ojos comenzaron a mojarse de emoción, a brotar lágrimas desconsoladas sobre el rostro de un hombre que se hizo rudo, aguerrido por la propia coraza que él mismo fabricó y que la prisión impone.
Y ahí se vislumbra una historia humana. Una de las tantas que encierran estas paredes. Una vida que pende exclusivamente de su conducta, de la aceptación de sus errores, de entenderlos y dejar que la justicia haga su trabajo, lejos de las oscuras trabas legales.
Pero no está solo. Carlos tiene tres hijos y una mujer. Silvia, que hasta ahora lo viene sosteniendo. Lo visita todo el tiempo y mantiene una comunicación fluida con él. Tan fuerte es el lazo que los une que hasta decidieron tener a Mateo, que hoy tiene tres años, y que según Carlos, como dicta la jerga carcelaria, es un “tumberito”. Un nene que en sus primeros meses de vida no pudo tener la presencia de su padre porque Carlos todavía sigue preso.
Planearon traer otro hijo al mundo pese a las condiciones en que ambos se encontraban como padres. Con todos los impedimentos. Pero a su modo, esa decisión tomada de a dos me remite a pensar que ante todos los obstáculos proyectar la especie es buscar la libertad desde otro costado, aferrarse al más allá, a lo vivo, a la vida, a la esperanza. Una parte de él que vive fuera de estas paredes, y que a su vez a Silvia la sostiene pensar que esa vida que gestó en su vientre mientras su marido se encuentra ‘en cana’ mantiene la imagen nítida y tangible de ese hombre que ella eligió.
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Cortamos la grabación y luego vino el momento de distensión entre los presentes. Alcanzo a tomar unos sorbos del café ya medio frío, un poco para aliviar mi disfonía, mientras que entra otro interno a colaborar con la escena mediática.
Tiene cara conocía, y entra de una manera casi hasta imperceptible. Lo veo y me mira de reojo, hasta que lo reconozco. Un poco narigón, pelo semi largo, con una notoria pelada y un pulóver viejo color crema un poco destrozado que acompaña con un jogging.
Entró para aportar con una silla a un improvisado set que se había montado en una de las aulas.
Por un instante lo veo y pienso que esa persona que acaba de entrar es uno de los seres más nombrado de estos últimos tiempos, y odiado por muchos que están afuera. Es famoso, pero no por su talento, sino por sus actos y sus consumos. Es Eduardo, un baterista que pertenecía a un grupo que saltó a la fama por sus canciones, pero sobre todo por uno de los episodios más trágicos del rock y de la sociedad. Cuando uno de sus conciertos en 2004, en República Cromagnon, un disparo de una bengala hacia una precaria media sombra, una puerta de salida clausurada y las malas condiciones del lugar, sumado a las inhabilitaciones y permisos truchos, fueron el escenario de la muerte de más de 194 personas asfixiadas y quemadas por el incendio provocado en el local. De la muerte sobrevivieron muchos, pero entre ellos más de 1432 personas fueron heridas y hasta el día de hoy sus cabezas, las lesiones, y el estrés postraumático no los dejan vivir en paz.
Pero Eduardo, no solo estuvo presente en ese episodio nefasto. También es conocido por estar implicado en la muerte de su mujer, Wanda, fallecida por graves quemaduras en su cuerpo. Un caso que lo involucra de lleno, y que fue considerado como uno de los que marco la ola de femicidios de la mano del fuego en la Argentina.
Un fragmento de la vida de Eduardo marcado por el ardor de las brasas, por la extinción venal que su vertiginosa vida vehemente lo llevó a traicionar y traicionarse.
Pero un detalle se suma a su detención, y es que en el marco de la investigación por la muerte de su esposa, en Mataderos, en el domicilio donde ella y Eduardo vivían, encuentran una planta de marihuana. Y es por este hecho que el músico está procesado y detenido con prisión preventiva. La sinrazón de la sinrazón.
Para el callejero por elección, que hoy se encuentra en el penal de Ezeiza, el abogado que representa como querellante a la familia de Wanda pidió para el músico la pena de “reclusión perpetua” por considerarlo responsable del delito de “homicidio doblemente agravado por alevosía y por el vínculo”.
Mientras las acusaciones y expedientes se suman fuera de los muros penitenciarios, Eduardo transita los pasillos con un bajo perfil. Tan bajo es, que ni puede sostener aunque sean unos segundos la mirada de una mujer.
Eduardo llegó con la cabeza agachada, miró de reojo como queriendo pasar inadvertido, y para colaborar acomodó una silla, diciendo simplemente “les dejo esta silla acá”, y se fue sin decir adiós, más rápido que una chispa.
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De repente regresa el cafetero del pabellón. Pero para ese entonces ya habíamos grabado la nota con Carlos, que fue más extensa, pero como los tiempos de la televisión dejan muchos de los testimonios más jugosos por fuera de los establecidos, decidí tener un diálogo más exhaustivo con él fuera de la cámara.
El cafetero iba y venía. Hacía bromas, se mostraba por demás servicial.
- ¿Otra ronda de café? -preguntó
- Si hay sí, sino no te hagas problema – contesté.
Pero el cafetero tampoco es uno más. Se llama Cristian y tiene 39 años, y es uno de los protagonistas de otro renombrado caso sensible. Lleva en su cuero otra muerte que acecha su pasado y presente.
Es ex miembro de la barra brava de Defensa y Justicia, y uno de los principales sospechosos de haber disparado en el pecho y matado a Mariano Ferreyra, el joven militante del Partido Obrero, que en octubre de 2010 se encontraba en una manifestación de trabajadores tercerizados donde se exigía el pase a la planta permanente en la Línea Roca. Un disparo surgido de la represión de un grupo de afiliados de la Unión Ferroviaria, de la cual Cristian supuestamente estaba vinculado como trabajador tercerizado, mató a Ferreyra. Él dice ser un perejil y que no tiene vínculos con el gremio, y como lo viene sosteniendo en sus declaraciones, asegura no tener vínculos con la Unión Ferroviaria y que el día de los hechos solo fue reclutado para participar y hacer presión.
Cristian hace ciertas gracias, no tiene cara de muchas luces, pero es lo suficientemente listo para advertir que un testimonio suyo en ese preciso instante, según sus palabras “vale oro”.
- ¡Sabés lo que vale mi testimonio! -me dice entre risas y ciertas dudas sobre mi posible respuesta.
- No, ¿cuánto? -le pregunto
- Mucho
- Pero no te voy a pagar -le respondo.
- Mi juicio sale en 15 días y sabés todo lo que puedo decir -insiste.
- Mirá, si querés adelantar algo hacelo, acá nadie te va a pagar para que hables en estos momentos de tu causa, salvo que tengas la necesidad de hacerlo o quieras aportar un testimonio distinto te escuchamos, pero plata no hay.
Parece que mi respuesta no lo convenció, ya que estaba claro que buscaba jugar con su pseudo fama, engancharnos con esa jocosidad apresada, hacer malabarismos con las tazas de café, sus monerías y su condena. Un verdadero juego de mal gusto, con pasajes tragicómicos de su vida, mostrando manotazo de ahogado en un mar sin salida.
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Carlos tiene una mirada profunda, que por momentos se convierte en un canal de comunicación más eficaz que su boca. Me indica si hay un doble sentido en las palabras de otros internos que se nos acercan con tan solo cerrar sus ojos, o mirar levemente hacia arriba.
Por un instante vuelvo al aula que ofició de set televisivo, mientras la camarógrafa aprovecha para tomar algunos últimos planos como recursos para el armado de la nota.
Me siento en uno de los pupitres, y noto a Carlos que tiene la necesidad de hablar, de contarme su historia, de mostrar sus costados más oscuros de su vida.
Accedo y retomamos un diálogo que había quedado inconcluso por la grabación y las interrupciones.
Mientras que conversamos solos en el aula, por el pasillo transitan guardias, internos, con la mirada atenta de lo que ocurría en ese espacio. Mucha curiosidad flotaba en el ambiente, pero los controles y la vigilancia no cesaban en ningún momento.
- ¿Por qué estás acá? ¿Cuál es tu causa? – le pregunto con mi escasa voz, pero de manera directa a Carlos.
- Por robo a bancos y secuestros extorsivos – me responde sin perder la calma, pero atento a mi mirada, la cual no deja de enfrentar y rematar con una frase que ya la lleva grabada como curriculum: ¨por favor no te asustes¨.
- No, no me asusto. –respondo.
Y comienza el ritual de preguntas y respuestas, con algunas intermitencias provenientes de curiosos que entraban a preguntar cualquier cosa con tal de cortar el clima intimista que se había generado.
Carlos tiene 40 años, pero desde los 20 decidió iniciarse en la carrera delincuencial. Es oriundo de la localidad de Tigre, una ciudad de la Provincia de Buenos Aires y tiene dos hermanos más: una mujer y un hombre.
Mientras sus hermanos se volcaron en la adolescencia a ejercer las típicas obligaciones y compromisos que se transitan por esa edad, sin demasiados apremios económicos, Carlos buscó de manera conciente exponer su pellejo a los atractivos efectos de la adrenalina. Entregarse por entero a una sensación de placer del mal.
Desde los 22 años prefirió robar, y aprendió todas las trampas del oficio. Participó en los equipos de los más renombrados ladrones de bancos del país, conoce bien las artes del mal oficio, las grietas de los sistemas, los momentos oportunos, la ingeniería perfecta para acceder al dinero ajeno con un par de planos, estrategia y tiempo.
Pero sus cómplices colaboradores atacaban bancos en zonas inhóspitas. Muchas de ellas en ciudades de las provincias del país: Tucumán, Santiago del Estero, La Rioja, Entre Ríos. Y fue precisamente en esta última morada, en la ciudad de Gualeguaychú donde el intenso trabajo de recaudar el dulce papel y el olor del dinero se toparon con el peor obstáculo.
Ingresó en un banco de Gualeguaychú, y en la entidad se encontró con el jefe máximo de la penitenciaría de la provincia haciendo un trámite.
Resultado: Carlos y su compañero fueron directos a prisión.
Pasaron unos meses y al mejor estilo de película hollywoodense, Carlos y su amigo se fugaron del penal. Él huyó hacia Buenos Aires y se enfrentó con un doble dilema: Cómo le comunicaba a su gente donde se hallaba sin que lo apresaran, y cómo se iba a mantener sin dinero.
Carlos no podía trabajar porque prácticamente no conocía lo que era tener un trabajo normal, y además estaba prófugo de la justicia. Intentó hacer base en un terreno de su propiedad que tenía una construcción a medio hacer, pero luego sin otros recursos aparentes o viables para el día a día, lo llevaron a retomar las andanzas de su mayor especialidad: Robar. Retomó una carrera de huidas, desfalcos, y secuestros extorsivos dentro del sendero más clandestino.
Su autoliberación solo duró un año y medio, un tiempo importante donde burló a destajo la ley y estuvo prófugo de la justicia hasta que lo atraparon.
Carlos jura que nunca mató a nadie, pero que sí vio morir gente.
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Vienen a buscarme para ver si necesitaba entrevistar a alguien más. Le digo que por el momento no, que solo me preocupa conseguir un par de imágenes más para culminar la nota.
Camino por el extenso pasillo ocre, bajo una luz mortecina, y me sigo cruzándome con más internos que salen desde distintos accesos. Algunos nos advierten que en el pabellón se encuentran ¨muchos famosos´, entre ellos Sergio, un hombre que cumplió durante 14 años una condena por parricidio, y que por aquellos años logró profesionalizarse gracias a que la cárcel le facilitó el ingreso a la universidad y así completó dos carreras: Abogacía y Psicología. Sin embargo, 17 años después, hoy está alojado otra vez en el penal acusado de armar una asociación ilícita y de estafar al Estado con el desvío de 280 millones de pesos a través de unas de las Fundaciones de Derechos Humanos más reconocida en el país y en el mundo.
Por último me entero que en esos pasillos comparten el tedio muchos otros presos de renombre, no por sus virtudes, sino por sus debilidades humanas.
Jorge es uno de ellos, es psicólogo y está preso por abusar de menores, y Ricardo, que es el padre de uno de los jóvenes actores más cotizado del momento, cumple una condena por tráfico de drogas, involucrado en línea directa con la causa de la efedrina.
Dicen que Ricardo y Eduardo mantienen una relación de compañerismo. De hermandad bajo las sombras del ostracismo. Se acompañan o intentan soportarse. A todos de alguna manera les paso algo similar.
Todos los días ellos habitan esos pasillos, esas aulas, los talleres, los baños, los barrotes, perciben el mismo verde, las mismas rejas, el mismo color ocre viejo del pasillo, la luz mortecina y el aire opresivo.
Por largos años ven lo mismo.
La novedad está puesta en el nuevo integrante de la gran comunidad de internos, y en el que cada tanto se va para no volver.
Sus almas asimilan solo lo que están dispuestas a incorporar. El estímulo depende de algunas personas, de los familiares y de ellos mismos.
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Son las 13 horas y nos disponemos a retirarnos del establecimiento. Caminamos por un largo pasillo fuera del área de las aulas, donde circulan algunos internos que se entremezclan con algunos oficiales y docentes.
Por estas horas el cielo comienza a nublarse pero se resiste a dejar de lado los rayos visibles del sol. Es una tarde plácida, fría y cargada de una experiencia fuera de lo habitual.
La camarógrafa y yo nos adelantamos unos pasos para emprender la retirada y nos dirigimos a una de las puertas de salida, mientras el docente entrevistado y un grupo de profesores más nos siguen los pasos. Carlos estaba cerca de nosotros.
Al llegar a la puerta le hago unas últimas preguntas a él.
- Después de ocho años encerrado, ¿cómo manejas la ansiedad de saber que en 45 días salís en libertad condicional? ¿Cómo te las vas a arreglar? ¿tenés la posibilidad de conseguir un trabajo? ¿cómo vas a aprovechar esta segunda oportunidad de vida?
La mirada habla más que su boca. Sus gestos son más elocuentes que su expresión corporal. Transmite una emoción que es imposible describir en palabras, pero con un dejo de temor, de incertidumbre hacia la libertad.
-El estudio me cambió. Hoy sé quien soy y lo que quiero para mi vida. Podría dejar de estudiar, pero no lo voy a hacer porque me gusta lo que me generó. Me ayudó a desenvolverme y poder hablar sin timidez. Quiero trabajar y empezar otra etapa de mi vida. Y ya tengo un empleo que me espera.
Llegamos a la salida y nos despedirnos entre los presentes, y mientras todos cruzamos la puerta, de repente Carlos se detuvo en seco como un acto natural. Por unos minutos esa situación me tomó de sorpresa, me chocó, y tardé en comprender que él sí conocía el alcance de los limites. Sabía donde estaba parado.
(*) Periodista. Crónica realizada en el Complejo Federal de Ezeiza. Mayo 2012.