Ya sé a qué huele a este autobús tan brillante por fuera, bajo los focos de la parada subterránea, de conductor joven y pelo muy corto. Me di cuenta la segunda vez que tuve que subir, mientras sostenía en una mano el libro que me acompañaba y rebuscaba en el bolsillo, con la otra, el abono de transportes. Me vino como una ráfaga la imagen de aquella compañera del Conservatorio, un sábado por la mañana hace más de diez años, cuando comenzaba la clase de Canto y la afonía podía con ella, estrujando en la mano izquierda -era zurda, supongo lo seguirá siendo- un pañuelito perfumado -sí, como de dama decimonónica, aunque no de encajes- y se lo llevaba de vez en cuando a la nariz.
- Es una medicina -me decía, cuando la miraba.
Este autobús huele a farmacia. A cajas y cajas blancas y azules de compuestos químicos y drogas controladas para luchar contra el tiempo, a pañuelito estrujado empapado en mejunje sanador y a limpieza luminosa de quien hace, por fin, la última ronda en el autobús de la noche... Huelo agudo, mentol, verde, al interior del dispensario de las chicas del final de la calle, tan amables que siempre acudo a ellas para mis cajas de paracetamol.