Fue el patriotismo lo que le llevó a ser agente de inteligencia al servicio de su país, pero también fue el patriotismo lo que le hizo huir de él para buscar refugio en otro al que había recalado como espía. Pasó de héroe a traidor a los ojos de sus jefes, sin darle oportunidad de conocer sus explicaciones o motivos. De la noche a la mañana renunció a su nacionalidad y se acogió a la condición de refugiado político que le brindó una nación que también transmutó, en su percepción, de enemiga a amiga. Al menos tuvo esa suerte, a cambio de facilitar la información que había transmitido a su país y demostrar que, en realidad, no había revelado grandes secretos que pusieran en peligro la seguridad nacional de sus anfitriones. Son los gobiernos los que convierten en promesa de futuro o una cárcel a la patria, y fueron gobiernos de su país y sus fluctuantes prioridades los que lo obligaron a ser un villano por el mero hecho de no traicionar sus principios, tan patrióticos como los de cualquier ciudadano y, desde luego, mucho más que los de unos dirigentes que actuaban en beneficio propio en vez de los del país. Hasta que se hartó. Se negó a trabajar para una oligarquía que se enriquecía en nombre de la patria mientras él consumía su vida lejos de su tierra, de su familia y de su identidad real. No se lo perdonaron nunca. Cuando más confiado estaba, lo envenenaron junto a su hija con gas nervioso durante un paseo por una ciudad anodina de su país de acogida. No fue la primera pero tampoco la última persona, espía, empresario, activista o periodista, que paga con su vida todo acto considerado traición por los gobernantes de su país natal. Jamás se pudo probar la autoría del crimen, pero el modus operandi era siempre igual. En nombre de la patria.