(A mi Abuelo).
-"¿Y cómo lo llamaré?- preguntó Becerril,-¡La Pampa!- contestó Don Alfredo, apurando el carajillo".
Pepe sonreía. Había aprendido a guardar silencio y a observar callado, mientras fregaba los vasos, al otro lado de la barra de mármol. Por allí pasaban unos y otros: sin rivalidad, sin odios, sin las diferencias que hay ahora.
A mediados de los cuarenta en la capital, era frecuente ver como jugadores del Atlético de Aviación y del Real Madrid, cambiaban con frecuencia de equipo y también que compartían su tiempo de ocio con una amistad casi fraternal. Eran los años del viejo Metropolitano, a escasos metros del punto de reunión que nos ocupa, el lugar de trabajo de Don Pepe, el ambigú del Cine Montija,"El Palacio de Las Pipas", allí, en plena Glorieta de Los Cuatro Caminos.
En éste concurrían Velázquez, Becerril, Don Alfredo, Gento y allí se cerraban pactos secretos de negocios, aperturas de empresas conjuntas y tertulias de lo más variopinto ante la atenta mirada de Don Pepe que servía: ora un café, ora un carajillo, y aguardaba con sonrisa burlona la suculenta propina que le caía en el bolsillo. Después el gran Di (antes de hacerse tan grande) se despedía agitando su mano y espetando un: -"Chao viejo"- se desvanecía finalmente por el largo portalón que daba paso a la calle, entre la claridad, al final del pasillo.
Cuando llegaba el verano, Pepe sacaba la nevera a la entrada del portal y allí, junto a afiches y carteles, cortaba las barras de helado y servía los refrescos con esa sonrisa, con esa paciencia, con ese brillar de ojos que dibuja en su rostro un niño, con la ilusión del que se sabe mago, por un día, para cualquier muchachillo. Cuando se acababa el hielo, Pepe cogía la bicicleta e iba a por más a la carbonería de la Calle Jaén o al Mercado de Maravillas y otra vez volvía a lo mismo: cada día, cada semana, cada mes... monotonía. Por las tardes regentaba el ambigú, por las mañanas ejercía de pintor de brocha gorda y así sacó, el muy currante, adelante a sus tres hijos junto a su mujer. Siempre junto a ella.
La Pampa.¡Ay, La Pampa!. El Bar aún resiste como mero testigo de esta historia, como muestra de la veracidad de lo que aquí escribo, abajo, cerquita de Tetuán, en la Calle Francos Rodríguez y se sigue llamando de igual manera; como le aconsejó ese Don Di, ese viejo, a un joven Becerril a mediados de los cuarenta, Don Pepe mediante. Quizás ahora, si te paseas por allí, aún, puedas ver perderse, calle abajo, la silueta de Don Alfredo con su buen par de botas envueltas en papel de periódico y quizás, aún, si te dejas caer por Cuatro Caminos, veas a Don Pepe con su puesto de helados a la entrada del portalón de lo que fue primero el Montija -hoy un Lidel- después el Cine Condado... con su sonrisa enigmática y su encanto impasible todavía... Yo, ayer sin ir más lejos, le he visto.
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