No te va a llamar, y lo sabes. Vuestra historia no podía haber tenido mejor comienzo, único, irrepetible. Especial con letras mayúsculas y cartel de neón. Y no te lo puedes creer. No te puedes creer que justamente él, de entre todos los chicos de aquel garito, haya centrado su atención en ti, cuando ya dabas por hecho que sería imposible, dada la competencia. Hacía poco que la noche había despertado, y aletargada, bailaba cual ramera por doquier, entre jóvenes que debatían con qué bebida emborracharse esta vez, como si no existieran más problemas que la intensidad de la resaca del día siguiente.
Y ahí estás tú, plantada en medio de desconocidos, maquillada y peinada al detalle para encajar perfectamente con todo lo que se espera de ti. Vestida para dar a entender que tu semáforo está en ámbar y quién sabe nada a tan temprana hora. Lanzas el mensaje a los más atrevidos con la poca tela que cubre tus piernas, pero también adviertes que no será fácil. Escote escondido para confirmarlo. Un equilibrio que mostraba desinterés por lo efímero pero el suficiente atractivo como para no pasar desapercibida. Y aún así te costaba creer que sus ojos color chocolate hayan decidido deleitarse con tus curvas, y no con las de las cuatro modelos que atraían la atención de todo el que osaba portar bragueta y autodeterminación.
No sabías cómo decirle a la luna que eras tú, una de tantas, pero no de todas. Que no te iba el rollo, que tu rollo era otro, pero reclamabas tu derecho a ser el centro de dos o tres atenciones despistadas. Que te gustaba leer en noches como aquella y que, precisamente, por delirios de un destino torpe has acabado justo allí, sin hojas entre los dedos, con anillos, olor a pintauñas recién estrenado, y un cosquilleo extraño de pez fuera del agua. O mejor dicho, de un pez de colores rodeado de tiburones.
Y qué más daba todo eso cuando entablaste conversación con él, a pesar de los prejuicios que saltaban todas tus alarmas y las advertencias de precipicios a un simple cambio de color ámbar a verde. Ya ves. Cuestión de segundos en los que decides dejarte llevar, olvidarte de todo lo que defendiste una vez, y ser la protagonista de tu noche, por una vez. La conversación no podía ser más fluida, y hasta te permitiste el lujo de sonrojarte, como una cría, mientras tu yo interior te preparaba para una lucha cuerpo a cuerpo, sin peros, errores o tela que valiera, ni condiciones que entorpecieran tu actuación estelar y que quizás, solo quizás, pudiera sobrevivir a los primeros rayos de sol.
No te va a llamar, y lo sabes. Hace tres días que dejaste tus principios a los pies de su cama. Y su palabrería se ha quedado en nada tras dos polvos mal echados y un colchón incómodo. Porque no era el tuyo. Pero qué podías esperar, preciosa mía, si no sabía ni que existías hasta que aquella noche la casualidad le iluminó para toparse contigo. Es verano. Es fin de curso. Fin de carrera. No le des más vueltas.
Cierra los ojos, y piensa. Piensa cuándo fue la última vez que soplaron por tu nuca buscando despejarte la zona de monstruos. Sé que te acuerdas, porque esa sensación todavía te produce escalofríos. Y qué me dices de los besos escondidos entre tus costillas, cayéndose desmesurados por la curvatura de tus costados sin otra intención que vestirte los complejos para que no los veas. ¿Te acuerdas de cómo te sentiste? Hay caricias que con el nombre adecuado y el latido adecuado te transmiten un recuerdo marcado a fuego sobre tu piel. El sexo solo es sexo cuando es el fin último, la condición necesaria y suficiente. Y es algo que solo aprendes cuando pruebas las caricias que ya no tienen sentido, los besos desinteresados, las miradas que no ocultan nada, los orgasmos como vía y no como meta, y los silencios que lo dicen todo.
Qué necesidad tienes tú de fijarte en quien no debes, en quien menos te necesita y más te busca cuando es su cuerpo el que ansía, y no su mente. Demente por naturaleza, no andas. Ni él. Vagáis arrastrando los pies sin rumbo fijo, ¿para qué? Ya os pondrá la vida en vuestro sitio y sino, siempre podéis alzar el puño al cielo para protestar por vuestro sino, o elevar un dedo húmedo para ver por dónde sopla el viento. Estáis tan saturados de posibilidades que la única que os preocupa es la que menos cambie vuestro presente. Y así seguís, por el mismo sendero. ¿Para qué preocuparse por una llamada de alguien que solo busca cazar presas? El mundo está lleno de gacelas, amiga mía. No quieras interpretar siempre ese papel.
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