Por Iván Rodrigo Mendizábal
(Publicado originalmente en revista internacional Amazing Stories, el 24 de diciembre de 2015)
Ecuador también escribe sobre zombis. Se trata de una novela del escritor e ilustrador Gabriel Fandiño, bajo el seudónimo Décimo Quevedo. La novela se titula 1842, Gye ciudad muerta (Mono Cómics, 2015). Esta obra llama la atención por varias razones, las cuales trataré de reseñar en este artículo.La inicial, es que es una novela cuyo escenario es la ciudad de Guayaquil, lugar de donde procede la editorial Mono Cómics, promotora en Ecuador del cómic, de la novela gráfica y del arte de la ilustración. De hecho forma parte de un grupo de entusiastas y alentadores del cómic y de la graficación que en los últimos años han ido desarrollando actividades tanto de capacitación, discusión y distribución en la ciudad portuaria, constituyéndose en uno de los referentes en dicho campo. La agrupación donde se nuclean es el Cómic Club de Guayaquil, siendo el más importante de Ecuador, en el que se impulsa la creación mediante talleres y la publicación de cómics y novela gráfica como es el caso de la novela que se analizará a continuación.
Mono Cómics se especializa en publicaciones como la historieta, el manga, la novela gráfica y la novela fantástica y de ciencia ficción. En este último campo podemos señalar: la saga Angeluz –El despertar y El Pacto del solitario (2013) y La promesa rota (2014)– de Carlos Mendoza, Entre Marte y la Tierra (2015) por Monsycat –pseudónimo de Gladys Ordóñez Alemán– y 1842, Gye ciudad muerta (2015) de Décimo Quevedo –pseudónimo de Gabriel Fandiño–.
Acerca del cómic, de la historieta, de la novela gráfica y de la ilustración de ciencia ficción, hay un cierto camino ya recorrido por talentosos creativos y novelistas ecuatorianos. Remito para ello a mi artículo aparecido en Ciencia Ficción en Ecuador, “El cómic y la novela gráfica de ciencia ficción en Ecuador” (2014), donde hago un relación del desarrollo de este género ligado al arte gráfico del país.
Aparte de lo anterior, 1842, Gye ciudad muerta es una novela ilustrada al modo de las viejas novelas de viajes extraordinarios, hecho que incrementa su atmósfera imaginaria a un nivel insospechado.
La historia se ancla en el año 1842, posterior a la Independencia de Ecuador, cuando Guayaquil, puerto que se imagina punto de confluencia de la Modernidad, por la llegada de navíos y navegantes desde otros puntos del planeta, sufre una epidemia aparentemente de fiebre amarilla, tras el arribo de un barco. Los citadinos reciben a amigos, familiares y extranjeros con la total amabilidad que les caracteriza hasta que van surgiendo los primeros brotes de la enfermedad, la cual poco a poco se vuelve más virulenta hasta cobrar vidas. Nadie se percata que en realidad la supuesta fiebre amarilla no es otra cosa que una extraña enfermedad que vuelve a la vida –si se quiere– a los muertos, los cuales son recibidos por los habitantes de la ciudad no infectados como si fuera el regalo de Dios. En breve tiempo los muertos vivientes van saliendo de los sepulcros o se paran solos de las camas donde estaban abandonados y caminan como autómatas y empiezan una verdadera carnicería primero con quienes les abrazan y los que van cazando. Les llaman “lázaros”, en alusión al milagro bíblico, dado además que en Guayaquil hay una fe cristiana imperante. Los lázaros se multiplican y poco a poco diezman a la población hasta dejar desolado Guayaquil. La primera parte de la novela, en efecto, describe el proceso de descomposición y muerte de la ciudad, por lo cual, si se quiere, se pasa de un color alegre, claro, festivo, a uno oscuro y pestilente. Esa misma sensación de oscuridad se percibe a través del relato, o de un diario de una familia superviviente, encerrada en su casa, la cual intenta defenderse de todo atisbo de penetración de algún lázaro que está en busca de carne humana. Claro que uno de los primeras víctimas de la defensa de dicha casa es un saqueador hambriento, hecho que muestra que pasados los días y semanas ya escasean los alimentos y, sobre todo, el agua.
Se puede decir que la primera parte de la novela ubica el escenario citadino. Es una especie de recorrido visual, apelando a la memoria, de ciertos lugares quizá emblemáticos de la ciudad de Guayaquil. Fandiño no exagera en su descripción y más bien con brevísimas pinceladas nos evoca el pasado de una ciudad costera con sus costumbres y modo de vida, foco del comercio y del capitalismo emergente en Ecuador. El uso de fechas desde el primer momento hace aparecer a la novela como una crónica. Con tal estrategia narrativa, Fandiño lo que intenta es acercar los hechos desde un enfoque pretendidamente realista. Pues lo que quiere es contar una historia “otra” –una versión ocultada– de un suceso verdaderamente histórico y documentado, la fiebre amarilla que minó Guayaquil en el año 1842.
Una ilustración del libro de Fandiño (tomado de: http://gabrielfandino.blogspot.com/2014/03/un-par-de-ilustraciones-para-un-libro.html?view=mosaic)
Tal dimensión realista se profundiza en la segunda parte de la novela, cuando aparecen ciertos personajes eméritos o fundacionales de la memoria guayaquileña: son el militar y primer inventor que tuvo Ecuador, José Raymundo Rodríguez Labandera –junto a su amigo, José Quevedo– y el segundo presidente de Ecuador, Vicente Rocafuerte, impulsor de la modernización, de la identidad, con importantes obras en el país. En la novela, aparece luego de ser Presidente, en realidad como Gobernador de Guayaquil. Todos estos personajes se constituyen en héroes en la gesta de recuperación de la ciudad de manos de los muertos vivientes.
Es así que en esta segunda parte, nos enteramos a breves rasgos de la vida de Rodríguez Labandera –nombrado por su apellido materno, Labandera–. Sabemos que él fue quien inventó, en base a modelos ya desarrollados, pero esta vez perfeccionándolos, “El Hipopótamo”, primer submarino ecuatoriano, botado a navegar en las aguas del Río Guayas en 1838, proyecto que si bien funcionó, luego no recibió el debido respaldo para su desarrollo. En la novela encontramos a un Rodríguez Labandera huraño, autoexcluido en la isla Santay, frente a Guayaquil. Él y su amigo Quevedo perfeccionan ahora un cañón para “El Hipopótamo”, además de otros aparatos que pudieron parecer en dicho momento como “maravillosos”: el inventor habría desarrollado, por ejemplo, autómatas. En este contexto, Quevedo, una mañana se da cuenta de una mujer que toca el piano, como un autómata, pero se da cuenta que es una muerto viviente quien le ataca. Inmediatamente uno de los autómatas acude a defenderle. Con este hecho los personajes se dan cuenta de la inminente amenaza de los zombis a quienes disparan y los aniquilan con su fabuloso cañón desde el submarino. Naturalmente las detonaciones y el peso del cañón hunden a dicha nave, lo que les lleva a entrar en la ciudad y enfrentarse, tras ser rescatados por una adolescente, con una fuerza supernatural, con los lázaros. Es por este hilo conductor que luego nos enteramos que Rocafuerte es quien dirige la resistencia con un puñado de hombres, quienes han vencido a la muerte con un brebaje preparado por un científico, William Jameson, brebaje que además les da una fuerza y rapidez extraordinaria.
La segunda parte de la novela, por lo tanto, es, quizá una especie de homenaje a ciertas figuras epónimas –Rodríguez Labandera, Quevedo, Rocafuerte y probablemente también el botánico, William Jameson– trasponiéndolos a un plano de heroísmo. En el escenario de un Guayaquil que ha sido repoblado por zombis, estas figuras suponen el aparecimiento de un cierto liderazgo en base de ciertos ejes que Fandiño trata de poner de manifiesto: la inventiva, la fuerza, el pensamiento ilustrado y la ciencia. Son cuatro ideas metáfora que estarían detrás de los personajes mencionados. Ni uno ni otro podrían enfrentar solos ante un desate de zombismo, el cual puede leerse, en sentido general, como una epidemia que vuelve autómatas a los seres humanos (p. 90). El zombi como autómata es la evocación a una época donde la racionalidad empieza cundir fuertemente destruyendo todo resquicio de emocionalidad; de cierta manera, un primer retrato de ese Guayaquil cambiante, por efecto de la Modernidad capitalista, es el retrato de una ciudad –o un país– que se ve contaminado por lo que aviene, por lo exterior, sin que ello pueda ser pensado o sopesado realmente: es la fuerza de un nuevo tiempo frente al cual Ecuador no estaba aún preparado. Es interesante, en este contexto, el hecho que quienes sobreviven, quienes se encuentran recluidos en el Hospital Militar, son gentes de clases altas, burguesías nuevas que se han beneficiado de esa Modernidad que estaba llegando a Ecuador mediante los puertos. Una especie de automatismo en su comportamiento es lo que se quiere reflejar de estas clases al adoptar los signos de lo nuevo-desconocido, signos a los que la misma burguesía no comprende. Por algo, cuando resucitan los lázaros, ellos van a su encuentro, abrazándolos como si fueran un don de Dios.
El autor de 1842 Gye Ciudad Muerta, Gabriel Fandiño.
¿Hubo un zombismo en el Ecuador de la primera parte del XIX? Se puede practicar una especie de lectura política al respecto. Porque el fenómeno zombi no es solo el de un fenómeno de cambio de estatus de vida-muerte, o el de una supuesta enfermedad. Jorge Fernández Gonzalo, en su ensayo Filosofía zombi (Anagrama, 2011) dice que en su representación hay una semiótica que tiene que ver con el desvío, con la ocultación indiscriminada; se trataría de una hipercodificación (p. 12) producto de una corriente, de un aire de época o de un atmósfera de vida prevaleciente y contradictoria. Por ejemplo, y lo escribe Fandiño en su novela, el fenómeno del zombi ya existió de modo incomprendido y oculto en diferentes tiempos o épocas de la humanidad, siendo uno de ellos, para el caso de Latinoamérica, los “indígenas esclavizados por los conquistadores españoles” (p. 219). En otras palabras, en el marco de la novela 1842, Gye ciudad muerta, es la tensión del capitalismo emergente que moderniza a la ciudad –su reloj traído desde Europa, es un signo de ello, el cual además sirve para desatar el combate final contra los zombis–, y el de una plaga por su efecto que puede leerse asimismo, como el del ecuatoriano adormilado por los vestigios aún latentes de la Colonia o por la ruptura con la Gran Colombia, etc. El asumirlo o entenderlo con determinación, desde este punto de vista, tiene que ver con un miedo oculto ante el desate del liberalismo, el cual todavía, para las clases del 42, era una especie de sueño no asumido o no comprendido del todo. Los lázaros parecen ser la muestra de alguna pesadilla urbana moderna donde está la tensión de si volver al pasado o ir al futuro. De este modo, lo que se oculta es ese deseo de volver a lo antiguo –la plaga–, cuando están en emergencia los nuevos trazos de una identidad guayaquileña-ecuatoriana que pugnaba, en el XIX, por arremeter, el desarrollo comercial del puerto –de esto trata en esencia el epílogo de 1842, Gye ciudad muerta.
Pero volvamos a los cuatro ejes que nos entroncan con el género de la literatura fantástica y de ciencia ficción, ejes que ya estaban de cierto modo en el trabajo de Mary Shelley, Frankenstein, o el moderno Prometeo (1818). En la obra de Shelley un muerto es revivido por un artificio científico, hecho que produce una especie de remezón en su sociedad prefigurada: es la amenaza de la ciencia y la tecnología que rompen con la quietud del paisaje y de la vida urbana; es la perturbación aún del sueño mítico donde el tiempo, como la naturaleza, son gobernados. En el trabajo de Fandiño, el sueño mítico de lo colonial, de un Ecuador que todavía está construyendo lentamente su identidad como nación, es el escenario prefigurado. O mejor dicho es el de un Guayaquil que siempre se ha creído independiente, autodeterminado, el cual acuna una nación que mira allende el mar, pero también tras los Andes: es ahí donde prevalece el conflicto identitario. Así, el zombi no nace de un artilugio científico, sino que es traído desde afuera por un barco –¿el barco de la Modernidad?– que funda una plaga de automatismo que es vista desde el punto de vista de lo mítico; por eso, los muertos vivientes son nombrados “lázaros”. Estos “frankenstein” no van al encuentro de sus padres, como podría pensarse, al modo de Shelley, sino que van a comérselos, a destruirlos. Son identidades amenazantes, son cuerpos hipercodificados de lo moderno, pero sin capacidad de raciocinio de lo que han consumido; su hipercodificación anula su perspectiva de vida y los hace solo consumidores de lo viviente. En 1842, Gye ciudad muerta, no obstante su anclaje con un escenario y un tiempo del XIX, su actualidad parece ser evidente, del mismo modo que el subgénero del zombi lo es: se pone de manifiesto la discusión acerca de la identidad.
Los cuatro poderes conjurados para vencer a esa fuerza hipercodificada, entonces son: la ciencia, la invención tecnológica, la fuerza y el conocimiento. Para un nuevo horizonte de expectativas, para una especie de futurización de la historia social, las ficciones científicas han puesto de manifiesto que los poderes de la racionalidad científica y tecnológica, de la racionalidad del poder y del conocimiento, todas entrelazadas, levantaron las nuevas sociedades liberales. En la tercera parte de la novela se los reúne metafóricamente para enfrentar la plaga dentro de una fraternidad, “veintidós de la muerte”, una suerte de agrupación de hombres temerarios que salvarán a la ciudad y tratarán de reconfigurarla como tendría que ser. Pero en su seno está también la representación de la fe –en la figura de un obispo cadavérico, también reconstituido por el brebaje de Jameson– y un militar combatiente desde las épocas de la independencia. Son los luchadores por una nueva libertad. ¿Hay alguna alusión a la revolución marcista de 1845, para algunos inicios de la proclamación del liberalismo en Ecuador? La novela no señala ni este hecho pero en el epílogo se alude a que estos y otros formaron una comunidad de masones que luego determinaron el curso de la historia de Ecuador. Estos otros son la cuarta parte, sectores de clase baja, parapetados en el cerro Santa Ana –o Ciudad Vieja– a quienes se los describe como partícipes de la cruenta batalla contra los zombis, pero también cómo los verdaderos héroes libertarios.
¿Qué es lo que estaría detrás de todas estas representaciones? Pues el dominio de lo nuevo implica abrazar con tesón la racionalidad científica y tecnológica, la racionalidad del poder y del conocimiento, el refundar el pensamiento religioso más allá del dogmatismo, el fortalecer el poder militar con artes nuevas –pues el militar, Vallejo, quien pierde una pierna, es dotado por otra mecánica, invento de Rodríguez Labandera–, pero sobre todo, reconfigurar el sistema de clases sociales de Guayaquil o Ecuador. Tras del fenómeno del zombi como ente hipercodificado, sin racionalidad, autómata de costumbres e ideologías, aparece, emerge un ente social, un cuerpo social liberal, recodificado. Esta explicación se puede hallar en el epílogo de la novela, con todo el relato de cómo, tras vencer a la plaga de zombis, se tuvo que hacer un pacto de silencio y establecer un nuevo sistema de poder, el cual, si bien imperó por cierto tiempo en las bases sociales, tuvo como nuevo escenario el enfrentar el conservadurismo.
En cuanto a la estrategia narrativa, mencioné que Fandiño usa la crónica. Cuando se lee la obra, hay intertítulos que señalan fechas y horas. Es la cronología de un suceso. Esto supuestamente le da un valor “testimonial” y un tinte “realista” al relato. El hecho real, histórico, “fiebre amarilla en Guayaquil” es transformado en otro ficticio-real, “mal del zombismo en Guayaquil”; por este hecho, se constata el distanciamiento cognitivo, necesario para que la historia sea de ciencia ficción: el novum –al modo de Darko Suvin en Metamorphoses of science fiction (1979)– es que tal fiebre amarilla no lo fue y más bien, en efecto, una epidemia desconocida para ese momento, el de los zombis y que por diversos motivos, hasta hoy, se trató de ocultar; incluso la historia “real” de Ecuador, si menciona la fiebre amarilla de 1842, dice que ella sí existió. Pero Fandiño “rebate” con su novela tal tesis, pues se demuestra, con el diario, con la crónica –ficticia– que el ataque de zombis fue real y que además, algunos de los sobrevivientes de la fraternidad, esos que sobrepasaron la muerte, gracias al brebaje de Jameson, hasta hoy viven. Por eso el “autor” de la novela es Décimo Quevedo, de hecho, el descendiente de José Quevedo, amigo de Rodríguez Labandera. Quevedo se habría casado con la adolescente que les salvó la vida, Manuela.
Décimo Quevedo alude a una decena de generaciones. Quien narra la novela es él, en base a que la historia de los zombis en Guayaquil le fue transmitida en su familia de generación en generación en forma oral, además que él tiene un ojo blanco (p. 233) como todos los “salvados de la muerte”, héroes de la gesta. Y él mismo alerta que tal historia se enfrenta a la historia “oficial”, pero no teme en entregarla y publicarla, porque se constituye en un testimonio que, a pesar de los sistemas de poder, va a seguir rememorándose –incluso, a lo largo de la novela ofrece datos “arqueológicos” que darían cuenta de la “veracidad” de su historia–.
He aquí su valor literario, pues propone una historia, crea una atmósfera, la apoya con ilustraciones en blanco y negro, usa una estrategia narrativa, crea tensión narrativa y lleva a que hayan preguntas e inquietudes en el lector. En ese sentido, es una obra sólida, bien lograda, con un ritmo y un lenguaje llano –aunque habría que depurar algunos errores ortográficos– que promueve una lectura ágil y amena. Pero lo más interesante es que, mediante la crónica histórica, pone de manifiesto que el discurso histórico es una ficción. 1842, Gye ciudad muerta, de este modo, vendría a ser, tomando en cuenta los planteamientos de Luis Vaisman –en su texto “En torno a la ciencia ficción, propuesta para la descripción de un género histórico” (1985)–, una “‘Historia probable del futuro’ [que presenta al] hombre contemporáneo [quien] percibe el devenir histórico fuertemente condicionado por la ciencia y la tecnología, y ve en ellas el principal origen no solo de los cambios técnicos, físicos, biológicos y hasta sicológicos, sino también los cambios políticos y sociales que darán su fisonomía al mundo del mañana” (p. 21).
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