Los españoles vivimos una muy deficiente democracia; no tenemos la verdadera separación de poderes, los electores no cuentan más que para pedirles el voto, al ciudadano no se le rinden cuentas, los mangantes y corruptos se van de rositas, no caen en manos de la Justicia, no devuelven lo sustraído ni se les inhabilita…
En la enseñanza de la teoría política se conocen ciertos desafíos, como el que proviene del avance de una concepción de la democracia, que considera el principio de la soberanía popular como condición necesaria y suficiente del buen gobierno democrático, que es ejercido sin limitaciones, en aras de una mayoría electoral cuyo respaldo exime a los gobernantes de sujeciones a la Justicia o a unas normas reguladoras de sus actos.
En varias ocasiones, hemos encontrado pensadores que han despojado ese viejo principio, el de la soberanía del pueblo, de aquel carácter absoluto e ilimitado que la teoría le asignaba; tal despojo se sustentaba en la constatación de la existencia primordial de los derechos individuales, que, contra toda enajenación, debe ser preservada sin reservas, a fin de conseguir un reparto equilibrado del poder y hacer presentes en la sociedad los valores éticos y tradicionales de modo que, debidamente interiorizados, vengan a ser práctica común en los hábitos y costumbres; la llamada democracia liberal, precisamente, es resultado, de la conjunción de los principios de soberanía del pueblo y gobierno limitado.
Y este es el problema fundamental de la democracia española, el omnímodo poder de los partidos políticos, que lo han convertido en una “partitocracia”, que todo lo rige y dispone, sin dejar espacio a la imprescindible división de poderes y al ejercicio de la verdadera soberanía popular; los políticos se hallan sujetos a los dirigentes del partido, no existen las listas abiertas y por tanto, no se sienten responsables del elector de su distrito; es del todo necesario reformar, sin dilación, la Ley Electoral y exigir a los políticos, eliminando su inmunidad, la rendición de cuentas y cometidos; no se puede permitir que mangoneen, saqueen las arcas del erario, desempeñen mal la gestión y salgan indemnes y sin devolver nunca lo que se llevaron. Se crean comisiones de investigación que son meras pantomimas, en las que declaran que ellos no sabían nada, que se enteraron por la prensa y, tomándonos el pelo, siguen en sus cargos, con los bolsillos llenos y no ven la cárcel ni la inhabilitación; ninguno se ha disculpado y pedido perdón, ni se le han exigido responsabilidades, ningún político ha renunciado a sus escandalosas prebendas y opíparos privilegios y disfrutes.
Vivir hoy en España es un infortunio, según el panorama que cuenta a diario la prensa: despidos y desahucios, huelgas y protestas, movilizaciones, paro y pobreza, asesinatos, secuestros y mafias, estudiantes airados y nacionalismos desafiantes, paro y angustias, etc. Si miramos hacia los siglos inmediatos a nuestro pasado, veremos con disgusto que nos atenaza una inexorable desventura llena de hostilidad violenta en nuestras relaciones cívicas. A este devenir histórico, se le une, además, la ineptitud de nuestros dirigentes en la solución de dificultades y la patente injusticia en el reparto de los recortes y ajustes a que obliga la penuria crítica que soportamos; injusto reparto, porque, reduciendo la ganancia de los más débiles, no se han atrevido a recortar y eliminar todo aquello que supone el gasto desaforado con el que no puede España: Las Autonomías, el nocivo T. Constitucional, el inútil Senado, el número y elevado gasto de políticos, las empresas creadas para el manejo, las subvenciones, las televisiones públicas, los coches oficiales y asesores, etc, etc.
El pueblo español harto de agobios y padecimientos requiere y ansía profundas reformas y cambios rápidos y eficientes, que lo saquen con toda certeza de esta crisis económica, social y ética que lo ahoga. Reinstalar la auténtica democracia y llevarla a la práctica con rigor y convencimiento es no sólo factible sino imperioso.
C Mudarra