Una derrota sentada dos mesas más atrás. Lee un periódico deportivo y me observa de cuando en cuando, alternando las miradas con sorbos al café, en vaso y dos de azúcar. Una mujer explica a dos amigas las partes de su vida que se desmoronan, al tiempo que estas hacen sitio a las tostadas con aceite, pensando quizás en aquel consejo del Cosmopolitan que vendría bien en esa situación. Sonrío y pienso que tomo el café de la misma manera que la derrota que me observa. Al fin y al cabo, hemos compartido espacios unas cuantas veces. Nos conocemos bien.
Una pareja de ancianos pasea lentamente, agarrados y apoyados entre si. Ella le pide parar un momento y el lo hace, sonriendo y quitándola con el dedo algo de la cara. Los demás no lo sabemos, pero es una caricia que esconde un beso dado con los dedos. El camarero habla animadamente con la chica de la tienda, aventurando cada uno distintas conversaciones en sus mentes. A ella le gusta su manera de peinarse, entre divertida y formal, y no le importaría que él se decidiese de una vez a algo más que invitarle a los churros un miércoles si y otro también. El cree estar decidido a invitarla el próximo sábado a las fiestas de su barrio, pero le asusta la manera que ella tiene de mirar a su pelo, y por eso se lo echa para atrás de manera reiterada. La derrota vuelve a mirarme de reojo, en esta ocasión mientras lía un cigarrillo. No se si sonreirla o acercarme de una vez a su mesa y acabar con este remedo de película de espias.
Un señor muy estirado se asoma a la terraza del primero, y le quita la corbata a su mirada, que se lanza libre a recorrer la calle, harta de números, emails y pantallazos. La dejar atravesar la calle para ver a la vecina morena del edificio de enfrente, que ventila la casa aunque lo que le gustaría fuera ventilar su vida. Luego la mirada se pega al cristal del concesionario de motos de la esquina, pero tiene que volver corriendo, porque hay reunión de administración en la salita. Una ambulancia pasa gritando hacia algú lugar donde la vida se ha roto y no importan ya demasiado las victorias o derrotas del que será su ocupante cuando lleguen a destino. El camarero la ve y decide pedir el número de móvil de una vez a la chica, que la vida son dos días y uno de ellos ya lo tiene previsto pasar con la familia, aunque si ella dice si puede que llamara a su madre para renunciar a la paella del domingo.
Acabo el café y pido la cuenta al camarero, aunque he tenido el detalle de esperar a que terminara de hablar con su destino. Me levanto y dejo la terraza atrás. La primavera se ha quedado a gusto con el aire acondicionado del Corte Inglés y la ciudad comienza a vestirse de verano. La derrota no me sigue y se pide otro café. Debe ser que hoy cree que no tendré batallas que luchar, o que quizás sabe que vencere en las que plantee y no será necesaria su presencia. Me siento vivo, al menos. Tan vivo como el camarero, la mirada, la pareja, la vecina, la ciudad o porque no, la derrota. Vivo.
Tan vivo como las fotografías de Theo Ghoselin. Tan vivo como tú.
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