Revista Cultura y Ocio

Una despedida — Relato de Carmelo Beltrán

Publicado el 28 enero 2016 por Carmelo Carmelo Beltrán Martínez @CarBel1994
Una despedida — Relato de Carmelo Beltrán
Miró su reloj, otra vez. Repitió el gesto una y mil veces y ni siquiera así consiguió que el movimiento de las agujas se disminuyese su ritmo. Una lágrima pugnaba por discurrir por su rostro, ese que ya no se esforzaba por mostrar una buena cara al mundo, que se había rendido ante la fuerza de la bofetada con la que le había golpeado el destino. Una maldita enfermedad iba a arrebatarle lo que más quería, sin previo aviso iban a dejarla vacía. Lo había intentado todo, pero se iba a ir, a desaparecer. La fuente de su sonrisa, ese que siempre la había cuidado, tenía fecha de caducidad y la había alcanzado.
Se levantó de la silla de la cocina. Recogió el plato de pasta que se había preparado para comer y lo guardó en un recipiente. Alimentarse no era más que un eufemismo para denominar a lo que había estado haciendo. Hora y media mirando la comida, sin un solo amago de su cuerpo de tocarlo. El tenedor y la servilleta mostraban una pulcritud que contrastaba con el estado de su alma. Cuando se dirigió a la puerta pensó en coger una chaqueta. El frío del invierno cercano empezaba a notarse y si mirabas por la ventana veías los primeros desfiles de gorros y bufandas. Rechazó su pensamiento y salió a la calle sin más que su camiseta azul y unos pantalones vaqueros, tenía prisa por no llegar a ese maldito lugar.
Alzó la vista y observó a los viandantes caminar abrigados hasta las cejas. Contempló su piel tornándose de punta por los efectos de un frío que era incapaz de sentir. Desde que le habían dado la noticia esa mañana parecía que sus sentimientos habían hecho la maleta para dedicarse a una tarea más prolifera. Se sentía vacía, un pozo sin fondo para cualquier emoción. Pellizcó su brazo en busca de un dolor que le demostrase que todavía estaba viva, pero nada más que la propia nada contestó a su gesto.
Con un rápido movimiento de su brazo captó la atención del primer taxi que se cruzó en su camino. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar en el asiento de cuero del vehículo de pago. Contó de diez a uno y consiguió mantener la calma. Con un tono neutro indicó al conductor a dónde quería que le llevase y se perdió durante el trayecto en la tortura de sus sentimientos. Ni siquiera la triste melodía que el antiguo Fito entonaba en los Platero y tú consiguió sacarle una sonrisa. «Es viento, es lluvia, es fuego» sonaba por la radio. Nunca se imaginó que Al cantar se convertiría en su banda sonora hacia el infierno.
Al posar los pies en tierra firme de nuevo se sentía destrozada. Como si durante los veinte minutos que había durado el camino le hubiese pasado una manada de elefantes por encima. Pensó en volver, iba a ser demasiado duro, ¿cómo iba a poder aguantar esa imagen? Estaba sufriendo incluso antes de entrar. No. No podía hacer eso. Sabía que tenía que despedirse, en caso contrario nunca se lo perdonaría y él la necesitaba.
Incluso con esta convicción no tuvo valor suficiente para dar un paso hacia delante. Se le habían paralizado las piernas, los brazos e incluso el gesto de la cara. Era un mecanismo de defensa. Sabía que mientras no lo viese con sus propios ojos todo podría ser una pesadilla, algo de lo que se despertaría por la mañana, un mal sueño del que él le protegería. Sin embargo, en cuanto le mirase a la cara todo se haría real. El peso del mazazo caería sobre su cuerpo y le quebraría todas sus esperanzas.
Una despedida — Relato de Carmelo Beltrán
Tuvo que ser un caminante con prisa quien le diese un breve empujón que provocó que colocara su pie tan cerca de la puerta que su presencia fue captada por el sensor que descansaba en su parte superior. Las dos grandes piezas de cristal que la conformaban dieron paso a un hombre joven de tez oscura que se encontraba detrás de un mostrador en el que podía leerse la palabra «Recepción». Tras una breve charla entre quién no encuentra las palabras y quién sabe que pocas personas van a acabar delante suyo sin preocupaciones en su mente, el hombre le indicó que tenía que subir hasta el primer piso y que encontraría a quién buscaba en la puerta número 218.
Cada paso, un pinchazo en el corazón; cada escalón, una lágrima que escapaba; cada metro avanzado, un grito que se ahogaba en su interior luchando por salir afuera. Todos ellos construían un dolor y un miedo al que nunca se había enfrentado. Avanzaba con los ojos cerrados y la cabeza agachada, no se atrevía mirar a nadie, no quería. No necesitaba verles, quería ser invisible, tener poderes mágicos, la capacidad de viajar en el tiempo y volver cuarenta y ocho horas antes, de poder volver a disfrutar de esa excursión por el campo donde nada más importaba. Eran solo ellos dos, corriendo, tumbados juntos bajo la luz del sol otoña y la tenue luz del día que dice adiós.
Se concentraba en controlar la ansiedad con que sus manos temblaban. La imagen de su recuerdo se rompió cuando descubrió que frente a ella se encontraba la sala que le habían indicado en la recepción. Llamó dos veces, todavía sin estar segura nada, solo con la certeza de que nunca estaría preparada para algo así.
Lo primero que vio fue a él. Tirado en la cama, viendo sus grandes ojos marrones en los que se reflejaba el sufrimiento de su cuerpo. Había imaginado qué sentiría cuando le viese, pero nunca esperaba encontrar tal dolor en su mirada. Incluso así, cuando la reconoció, se dibujó en su rostro una mueca de felicidad incondicional. Como si nada más importase, porque para él nada más lo hacía. Si no hubiese estado cogido por los presentes se hubiese levantado para ir corriendo a abrazarla. Para él todo lo demás era secundario, algo que sacrificar por tirarse con ella en cualquier sofá y mirarla mientras se reía con una película de madrugada.
Rompió a llorar. Corrió hasta la camilla y le sujetó la pata. Apoyó su cara contra su hocico y recibió un lametazo de bienvenida. Él hizo el amago de ponerse boca arriba pero cuando lo intentó un grito de dolor hizo que se lo pensase dos veces.
—Tiene que haber otra solución. Por favor, tiene que haber otra solución —dijo entra lágrimas, su pronunciación empezaba a ser complicada de entender—. Solo tiene seis años. Por favor. Por favor…
Apoyó la cabeza contra su cuerpo, incluso en esa situación le reconfortaba el calor de su pelaje. Levantó la cabeza y miró a los médicos, intentó decir algo, pero no pudo. Un espasmo y de nuevo lágrimas. Volvió a acercase a su amigo y respiró su olor. No quería que se le olvidase. Le miró de arriba abajo y recordó la primera vez que se conocieron. Le había lamido la cara, se había tirado encima, le decía que la quería y que la iba a cuidar siempre. Pues esto no es siempre, pensó. Si hubiese podido cambiarse lo habría hecho, si hubiese tenido que sacrificar a cualquier persona por él no lo habría dudado ni un segundo. Él era bueno, más que nadie a que quien hubiese conocido. Era más humano que cualquiera de los de alrededor. Había sido un ángel guardián al que Dios había vuelvo a llamar a filas. 
Una despedida — Relato de Carmelo Beltrán
—No es justo. No lo es. Eres lo mejor que me ha pasado nunca, no quiero que te vayas, por favor, no te vayas, no te vayas…
Otro ladrido de dolor. Ella se levantó y le miró la tripa. Esa parte del cuerpo que albergaba a ese maldito estómago que había decidido darse la vuelta. Al notar que se estaba poniendo nerviosa, él intento esbozar esa mueca de feliz serenidad con la que le esperaba cada vez que volvía del trabajo. Incluso movió el rabo durante un segundo como acostumbraba. Un esfuerzo por lamerme la cara fue demasiado para un cuerpo que había decidido tomarse la jubilación anticipada.
Cuando le miró la cara lo supo. No podía hacer nada, era lo mejor para él.
—Eres bueno, ¿lo sabes? —le acarició la cara— y mejor, me has hecho buena a mí. ¿Sabes lo peor? Que has puesto el listón demasiado alto, ¿cómo voy a volver a dejar a alguien entrar si estoy segura de que no me va a tratar igual? —volvió a posar la mano sobre su cabeza y le acarició esa zona entre los ojos donde tanto le gustaba—.
Con un gesto le dijo al veterinario que estaba preparada. Este sacó una aguja y la llenó de un líquido que extrajo de una caja amarilla. Dio dos golpes a la jeringuilla para ajustarla y se preparó para la intervención.
No se fijó en ello. Estaba concentrada en lo que verdaderamente importaba. Le sujetaba la pata mientras sus rostros estaban pegados, frente a frente, sin dejar un solo milímetro. Sin dejar de mirarle le decía que todo estaba bien, le imploraba que no tuviese miedo, y le prometía con una sonrisa que el dolor iba a desaparecer muy pronto. Se había jurado que la última imagen que él iba a tener de ella iba a ser igual de buena que la primera que tuvo. Esa sonrisa de oreja a oreja que iluminaba el rostro claro adornado de cabellos rubios ante el salto con el que un pequeñajo la había derribado y empezado a chupar la cara.
Él notó el pinchazo. Fue un último sentimiento en un viaje sin final que acababa de comenzar. Ella pugnaba por mantenerse entera, por fijar esa sonrisa que se había propuesto mantener, que tenía que mantener. En un último esfuerzo él alargó su pata y tocó la piel de su rostro. Levantó la cabeza y muy débilmente lamió su nariz. Aunque nadie más lo pudiese entender nunca, ella supo que con ese simple gesto él le estaba diciendo que no se preocupara, que había sido feliz y que estuviese donde estuviese iba a cuidar siempre de ella. Siempre.
Los ojos se cerraron y la cabeza se apoyó otra vez contra el blanco de la camilla. Exhaló una última respiración mientras ella le besaba el hocico y pronto se acabó. Lloró. Otra vez. Aunque pensaba que se le habían agotado, de todos los recovecos de su cuerpo brotaron nuevas lágrimas. La única vez que había experimentado un sentimiento tan fuerte fue el día que le conoció por primera vez. Solo que esta vez le había tocado descubrir la cruz de esa emoción. Era demasiado pronto, era demasiado injusto.
Lo que vino después no lo pudo retener en orden en su cabeza. Papeles, firmas, condolencias de gente que no la conocían. Todo formaba un nubarrón gris en su cabeza de sucesos que no le importaban, que únicamente tenía que hacer como si se tratase de una máquina bien engrasada.
Volvió a ser consciente de sí misma cuando el agua de la ducha golpeó su cuerpo con una elevada temperatura. Giraba la manivela hacia la derecha en busca de agua todavía más caliente. Por un momento pensó que con el vapor desaparecerían sus problemas, que se volatilizarían como ese vaho que estaba empezando a condensarse a su alrededor. 
Más líquido, pero esta vez de sus ojos. Sin fuerzas se sentó en la bañera. Sujetó su pelo con las manos y colocó su cabeza entre sus rodillas. Sabía que estaba gastando mucha agua y que en algún momento tendría que salir. Pero no quería, quería que el mundo volviese atrás, que le dieran una segunda oportunidad, quería que todo fuese como hacía únicamente dos días. ¿Qué habría hecho si hubiese tenido un día más? Nada especial, simplemente se habría levantado y habrían paseado por el parque que acostumbraban. Le habría tirado la pelota para verle correr como un bobalicón detrás de ella, observando el subir y bajar de sus largas orejas castañas. Al final del día se habrían sentado en el salón y habrían puesto una película. Él le tocaría el cuerpo con una patita, y ella le arrastraría hasta ponerle encima y abrazarle. 
Una despedida — Relato de Carmelo Beltrán
Pero tras las últimas horas una noche constante se había instalado en su corazón, una oscuridad había rodeado sus emociones y no tenía claro que quisiese salir de ellas. Era más fácil no sentir, era más fácil seguir vacía, porque estando así es imposible sufrir.
Cerró el agua e intentó salir, sin embargo prefirió no levantarse. Se quedó ahí, un segundo más, un minuto más, una hora más… Cuando saliese, él no iba a estar esperándola en la puerta. Solo aguardaba la dura realidad.
@CarBel1994

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