Revista Filosofía

Una deuda impagable

Por Zegmed

Una deuda impagable

Hace 100 años nació José María Arguedas y hoy su recuerdo se aviva. No soy en absoluto un experto en Arguedas, ni siquiera un lector minucioso de toda su obra. Mi caso es distinto, se acerca más al de un muchacho conmovido, remecido de su comodidad por narraciones que trastocaron su forma de ver el mundo.

Todo lo que leí de Arguedas lo leí en una misma época, entre los 17 y 18 años. Estudiaba en la PUCP los Estudios Generales Letras y el destino, o quizá la providencia, hicieron que ese año varios eventos se uniesen de modo afortunado, de modo suficientemente feliz para hacerme pensar a mi país y al ser humano de modo más profundo. Me tocó estar cerca de un ambiente académico intenso, el Informe Final de la CVR había sido integrado y la PUCP tuvo un importante compromiso en ese trabajo. Leí partes importantes del texto y mi capacidad para conmoverme con este país empezó a forjarse sin retorno. Empecé a leer a Gustavo Gutiérrez y su preocupación por los desposeídos de estas tierras coincidió perfectamente con las historias que los personajes de Arguedas empezaban a contarme.

Quién como Arguedas para contar el sufrimiento, quién como Arguedas para narrar la tristeza y quejarse del abuso, quién como él para enlazarnos con la naturaleza, con su belleza, con su silencio, con su protesta. Arguedas me conmovió hasta enjugarme los ojos, me enseñó a “mirar lejos” y me hizo notar que la religión cómplice que esconde su miseria bajo la autoridad de una sotana no merece respeto ni obediencia. Para mí Arguedas fue un profeta de tiempos nuevos, de tiempos de esperanza, contra lo que su propia muerte podría sugerir. Me enseñó a ver y sentir más hondo cuando aprendí a leerlo, cuando logré acercarme con mayor justicia a la verdad que nos contaban sus textos.

Arguedas, profeta. Anunciador del porvenir, denunciador de la vejación, del poder tirano. Poeta que escribe con la muerte, con su propia muerte. Mi deuda contigo es impagable, como toda deuda que contraer vale la pena. Hoy te pienso como te pensaba Gustavo, hoy trato de honrarte como te honró el amigo: “Y pese a la ‘pequeña muerte’, el propio José María surge también en el Perú de hoy, erguido, águila, siempre mozo” (Entre las calandrias, p. 94)


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