Los españoles, que hasta hace poco tiempo perdonaban a los políticos y funcionarios corruptos y los reelegían una y otra vez, están ahora indignados con ellos y piden que se les aplique la justicia más dura, lo que demuestra que, esta vez sí, están dejando de ser católicos.
Porque los españoles siempre vieron con simpatía a los pícaros, a los que absolvían con magnanimidad imitando a los sacerdotes que, como mediadores con Dios, perdonan las impiedades.
Si uno dice arrodillado y contrito ante un párroco conocido como comprensivo, “Soy corrupto, pero me arrepiento”, termina sabiendo que su pecado es venial y que lo paga con rezos, limosnas, y alguna penitencia.
Mire usted hacia los corruptos: desde Matas hasta Pujol casi todos son de confesión por lo menos semanal.
En los países protestantes la gente, aparentemente, es menos corrupta: carece del sacramento de la confesión y no comete pecados veniales o pecadillos a la manera católica, sino que todos son graves.
Luteranos y calvinistas, centro y norteuropeos del pasado puritano descritos por Max Weber, tienen una visión más severa, rigurosa e intimidatoria de Dios, y niegan que Jesús autorizara a sus apóstoles a perdonar pecados.
Gente sin iconografía, no conciben a ese Dios con el aspecto humano y bondadoso que le dio Miguel Ángel en la Capilla Sixtina y que inspiró tanta imaginería posterior.
Hay quien afirma que la corrupción domina la sociedad española. No es eso. Es que los españoles imitaban a los curas y eran magnánimos con el pecador venial.
Los españoles eran tan levíticos que ni siquiera denunciaban al sinvergüenza que les robaba, como manteniendo con él el secreto de confesión.
Pero esta visión y ese carácter curil se desmoronan. No se perdona ya al pillo, al listillo, al estafador y al corrupto tan fácilmente, y no es que el país esté haciéndose protestante, sino menos católico.
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SALAS

