Revista Filosofía

Una espiritualidad post-moderna

Por Zegmed
Una espiritualidad post-moderna

El seguimiento de Jesús

Hace algunas semanas prometí desarrollar tres temas sobres los cuáles había tenido provechosas discusiones durante los últimos meses. Uno de ellos es el de la posibilidad de una espiritualidad post-moderna.

1. El contexto

Como se sabe, la categoría “post-modernidad” (o “posmodernidad” para simplificar) es amplia y compleja. No me creo aquí Lyotard o Vattimo, así que no pretendo desarrollar una definición más o menos “sistemática” del concepto. Permítaseme, más bien, dar algunos lineamientos. En tanto post-modernidad, es evidente que se trata de un proceso que implica un progreso cronológico, pero a la vez una suerte de “superación” de la modernidad (en el sentido de la aufhebung de Hegel). La característica más importante de esta transición  me parece, es el colapso de un discurso único y totalizador de la realidad. Ni el discurso de la razón ilustrada ni el discurso de la ciencia positiva son más los que articulan toda nuestra forma de aproximarnos a la realidad. Esto supone una actitud más sospechosa en relación a las narrativas hegemónicas de todo tipo (epistemológicas, raciales, de clase, económicas, etc.) y, por ende, la aparición de muchos nuevos polos que, en principio, ponen en crisis las antiguas grandes narrativas.

2. El problema

En el caso de las religiones y de la espiritualidad asociada a muchas de ellas, esto supone un conflicto. Si la post-modernidad supone una crisis de los discursos hegemónicos, es evidente que alguna influencia ha de tener en la religión. En el caso concreto del cristianismo esto resulta claro. Ahora, la “crisis” no supone el rechazo de la religión per se –cosa que de algún modo sí sucedió en la Modernidad científica e ilustrada–, sino una nueva forma de articular sus símbolos en vistas del reconocimiento del rol potencialmente destructivo de muchas de las narrativas totalizadoras. En este contexto –aunque no se trata de algo nuevo en la historia del cristianismo, solo más sistemático en este tiempo– se empezaron a poner en tela de juicio ciertas concepciones de Dios como monarca absoluto, como hombre, como garante epistemológico, etc. Todo esto, claro, implica una crisis para las creencias religiosas convencionales y eso lo sabemos bien. En la teología y filosofía contemporáneas esta situación es más que evidente. Tengo la mi impresión, sin embargo, de que la influencia de estos cambios en la espiritualidad no ha sido aún muy explorada.

3. Las consecuencias espirituales

¿Cómo sería una espiritualidad iluminada (o ensombrecida) por las características previamente descritas? Me inclino a pensar que se encontraría muy cerca de aquella tácitamente descrita por Jack Caputo en On Religion y The Weakness of God. Algo que el autor ha articulado recientemente como una teología del quizá (perhaps). En un contexto como el descrito, la espiritualidad cristiana (entendida como el seguimiento de Jesús, como la praxis cristiana) tendría que transformar su imagen de Dios y también sus afirmaciones epistemológicas acerca de “él”. Si el cristiano cree en la Revelación, como debe, y si cree que en los Evangelios se completa y se hace perfecta la ley de Moisés, eso quiere decir que los Evangelios tienen un rol prioritario en la forma en que nos acercamos a Dios. Si esto es correcto, algunas conclusiones pueden sacarse.

Por un lado, que Dios es radicalmente distinto a un monarca absoluto. En el los Evangelios –y también en el Antiguo Testamento si uno estudia el texto con cuidado–, Dios no se presenta como omnipotente en el sentido convencional. Su poder radica en su capacidad de invitarnos al amor, a un amor que prioriza el sacrificio personal hasta el punto de dar la vida. Esto, por supuesto, es absolutamente notorio en la cruz. Pero si uno observa la vida de Jesús con cuidado, se trata de algo patente y permanente. Si uno empieza por el inicio mismo del misterio de la encarnación, léase, el nacimiento del bebé Jesús, el asunto cobra una fuerza paradójica igual o mayor a la de la cruz. ¿Cómo es posible que Dios todopoderoso se manifieste de forma tan frágil? Dios se hizo absolutamente dependiente de José y María, como lo recuerda muy bien Orígenes en sus Homilías sobre el Evangelio de  Lucas. José puedo rechazar a María ante su sospechoso embarazo; el bebé Jesús pudo haber muerto a raíz del duro peregrinaje  por el censo; pudo morir de asfixia alguna noche; pudo enfermarse gravemente en su niñez; etc., etc. Muchos de ustedes dirán que estas son afirmaciones heréticas…¡nada de eso podría haberle sucedido a DIOS! Pues esa idea, en realidad, se acerca más a una afirmación herética que la mía. Varias formas de Gnosticismo mantuvieron eso, precisamente, que Jesús nunca fue, en sentido estricto, un ser humano. Solo habría tenido una apariencia tal. San Pablo, sin embargo, declara con claridad, como lo hace la Iglesia, que Jesús fue igual a los seres humanos en todo, excepto en el pecado. Si esta afirmación se toma en serio, la humanidad de Jesús es la paradoja más grande del misterioso amor de Dios por la humanidad. En tanto paradoja, esto supone el colapso de la racionalidad convencional. Un misterio que somos incapaces de asir.

Si esto es correcto, una consecuencia derivada es el colapso de la idea de Dios como garante epistemológico. Esta concepción hecha famosa por Descartes en sus Meditaciones Metafísicas se hizo muy común después de él en el mundo moderno, al punto de que Pascal marcara una escisión entre el dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Dios no es pues, una clausula más dentro de una cadena de razonamiento para probar la ineficacia del escepticismo o la apodicticidad de la lógica. Dios es un evento de amor que se manifiesta en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, el Cristo.

A partir de estas dos premisas, algunas consideraciones deben hacerse en torno a la praxis de la sequela Christi. Primero, el seguimiento del Señor tiene que estar marcado por una experiencia de apertura al misterio. Esto quiere decir que el cristiano no puede pretenderse poseedor de la verdad por más que Cristo sostenga que él es el camino, la verdad y la vida. Si el amor de Dios es un misterio que colapsa nuestras razones, es imposible asir el misterio. Esto ha de tener consecuencias radicales en la praxis, sobre todo en nuestra relación con otras religiones y con personas que no creen en lo que nosotros. Si la verdad, como afirma Agustín en las Confesiones, “no es ni tuya ni mía, sino nuestra”, es menester aceptar que toda la creación se encuentra en via y, por tanto, que todos estamos involucrados en el proceso de comprender en qué sentido Jesús es verdad, camino y vida.

Segundo, esto implica una creencia inestable. Aquí hay que tener cuidado, porque esta es una afirmación que constantemente es mal interpretada. La he presentado a varios de mis colegas en Notre Dame y muy pocos logran comprender su tenor. La inestabilidad de la creencia es bíblica, no un capricho posmoderno. Cuando el Señor dice que el Hijo del Hombre no tiene donde descansar la cabeza está señalando con claridad que el seguimiento de Jesús no es una experiencia basada en comodidades, sean estas materiales o espirituales. La vida cristiana es una lucha permanente por permanecer creyendo y, aún haciéndolo, por permanecer fieles al carácter siempre misterioso del mensaje del amor de Dios. ¿Que tú ya conoces al Señor? ¿Que tú ya conoces el Catecismo? ¿Que tú entiendes el misterio de la manifestación del Espíritu en la Iglesia? ¿Que tú estás seguro de que Dios existe? Todas estas seguridades se oponen al rol del misterio y a la fuerza de la paradoja de la encarnación (¡sí, incluso la última!). Una espiritualidad posmoderna no es una espiritualidad de seguridades, sino de una duda permanente enraizada en la apertura al misterio.

Finalmente, esto requiere una aclaración. No defiendo aquí, como no lo hace Caputo, la mística cristiana u otras corrientes de pensamiento y espiritualidad cercanas, el rechazo de la firme creencia en Dios. Como bien dice Caputo, la debilidad epistemológica de estas tesis nada tiene que hacer con su fuerza espiritual y existencial. Muchos dirán, como me lo han dicho, que esta es una forma de vida impracticable. Que no ha habido ni habrá espiritualidad de esta naturaleza porque la gente necesita “una roca, un baluarte”. Esta es una afirmación discutible (porque es más psicológica que espiritual), pero posible. Como Kant, sin embargo, tocaría responder que la ausencia de evidencia empírica no invalida en absoluto el rol de esta espiritualidad como ideal regulativo. Si uno examina la Regla de San Benito, por ejemplo, notará que lo que se le pide a los monjes es, básicamente, ser perfectos como Cristo lo fue. ¿Ustedes creen que eso pasa o pasó en los conventos? Y, no obstante, la Regla sigue allí como un ideal práctico, pero también por su fuerza escatológica.

Sucede lo mismo con esta propuesta de espiritualidad posmoderna. En ella la creencia es igual o seguramente más intensa que en el modo convencional de creer. La razón es sencilla: la conciencia del salto de fe es mucho más fuerte. Se sabe que el misterio de Dios no se puede asir, se sabe que hay buenas razones para creer y varias otras para no hacerlo, se sabe que las buenas razones podrían ser meras ilusiones psicológicas…la tensión es permanente, no hay seguridades absolutas. En ese contexto, sin cerrar los ojos a las tensiones, el seguidor posmoderno de Jesús opta por creer, consciente, no obstante, de que la sequela Christi no le dejará momento para que repose la cabeza.


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