Un simple instrumento contribuye a ver las cosas de manera distinta de como se las veía cuando aún no se contaba con él. El telescopio o el microscopio son ejemplos privilegiados y evidentes: inventado el microscopio se empezaron a ver con él estructuras de la realidad cuya existencia ni siquiera se sospechaba antes. Pero lo mismo acontece con otras cosas no tan evidentes a primera vista: cualquier técnica trae consigo una mirada diferente sobre el mundo. Los instrumentos agrícolas fueron mostrando la tierra como algo cultivable; las barcas y los botes -las técnicas de la navegación- revelaron el mar como navegable. Es muy posible que el mar fuera antes visto como lo inmenso y especialmente poderoso, como el infranqueable límite del mundo conocido, pero con la construcción de barcos la visión cambio; perdudaría sin duda algo de la antigua manera de verlo -y quizás se mantiene todavía- pero, con los barcos que lo navegan, y cada vez a más velocidad y casi sin ningún peligro de naufragio, nuestra visión del mar, es decir, la revelación del mar, lo que del mar se nos muestra, es ya otra cosa.
Esta forma de ver la técnica, esta perspectiva del fenómeno tecnocientífico, lleva al autor a ver el mundo actual como un mundo desencantado y manipulable. Dice Esquirol que la tecnociencia revela un mundo cada vez menos enigmático y propenso a la imaginación y más a la exploración científica. El desencanto del mundo revelado por la tecnociencia, a su vez, va unido a un mundo de cosas manipulables, dispuestas para ser vendidas y usadas. Ésta es su razón de ser:
Tienen poca consistencia y una vida efímera. No están concebidas, ni son vistas, como algo que tenga que durar. Precisamente por eso, cuando se acumulan (y no se gastan), hay que hacer algo como, por ejemplo, rebajar su precio, devaluarlas, para favorecer así su paso a la fase de uso y consumo. La conversión en recurso de casi todo lo que nos rodea es obra del sistema moderno de la tecnociencia, en complicidad con un sistema económico basado muy especialmente en el consumo. De modo que hoy el mundo tiende a aparecérsenos (a revelarse) como un enorme almacén de existencias.
Incluso el lenguaje, el lenguaje de la información, al servicio siempre del afán de control y poder, se convierte en algo disponible y consumible. Tan pronto aparece una noticia que llena todos los medios de masas, se hace caduca a la luz de una nueva noticia que ahora ocupa el lugar central, dispuesta para ser usada y desechada. Pero quizá el síntoma más revelador de la idiosincrasia de la era de la información, apunta el autor, consiste en la parálisis creciente de nuestra facultad del pensamiento y del juicio. La acumulación, fluidez y masificación de la información genera la ilusión de que todo está dado y establecido y, por tanto, que ya no es necesario pensar:
El ciudadano conectado se siente muy informado, casi sólo por el hecho de que tiene disponible tan enorme cantidad de información que, además, se actualiza día a día. Pero incluso aquí hay algo que falla. ¿Acaso no es evidente que no es lo mismo una información elaborada y pensada que un dato? ¿Hemos olvidado ya que el juicio necesita de maduración y que no es lo mismo disponer de información que tener juicio?
Se impone por tanto una ética para la era de la ciencia y la tecnología, una ética que nos prevenga de esta conjura tramada por el sistema económico actual para usar y consumir las existencias -válida incluso en períodos de crisis-, al tiempo que favorezca la creación de lugares y tiempos idóneos para la reflexión y maduración como procesos previos al juicio.