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Una “Flauta mágica” de efectos especiales en Les Arts

Por Antonio J. Alonso Sampedro @AntonioJAlonso
Una “Flauta mágica” de efectos especiales en Les Arts

En la historia de la música occidental de los últimos cuatrocientos años, solo destacan unas pocas decenas de compositores cuya calidad ha sido merecedora de la inmortalidad, entendida esta como viva presencia en los conciertos, las representaciones de ópera y las grabaciones de la actualidad. De todos ellos, un reducido grupo pudo y supo alternar la escritura para la escena con la concertista, dándose un fenómeno en sus obras tan singular por común que vale la pena comentar.

Y es que cada autor desarrolló su propio estilo musical, representado básicamente en su obra instrumental: el amabilismo de Mozart, la vehemencia de Beethoven, el nacionalismo de Mussorgsky, el melodismo de Chaikovski, el simbolismo de Debussy, la figuración de Strauss, el impresionismo de Ravel, el vanguardismo de Stravinski, la rebeldía de Shostakovich y tantos más. Casi todos ellos compusieron óperas cuyo sonido no terminaba de encajar en el del resto de su obra, por tratar de llevarlo unos pasos más allá, por buscar nuevas formas de expresividad. Así, por ejemplo, podemos significar la gran distancia percibida entre la “Quinta Sinfonía” de Chaikovski y su “Dama de picas”, la evidente en Strauss desde el “Don Juan” hasta su “Electra” o las enormes diferencias de la “Pavana para una infanta difunta” con “El niño y los sortilegios” de Ravel, partituras que nos presentan serias dificultades cuando las intentamos relacionar. El mismo Beethoven trenzó su “Fidelio” con unos mimbres muy distintos a los de su sinfonismo, lo que le llevó en un principio a fracasar.

En Mozart no ocurre del todo igual, pues la mayoría de sus óperas, incluidas esas tan célebres con Lorenzo da Ponte (“Las bodas de Fígaro”-1786, “Don Giovanni”-1787 y “Così fan tutte”-1790), conservan el mismo espíritu galante dentro de un clasicismo de manual. No obstante, en la “La flauta mágica”-1791 podemos encontrar elementos singulares derivados de un delicado forzamiento musical hacia ese simbolismo mítico que a la masonería quiso homenajear. Disfrazada de un cuento de hadas que no es tal, esta zarzuela alemana (singspiel) esconde mucho más de lo que E. Schikaneder escribió en el libreto y podemos encontrar en una partitura cuya reiteración por triplicado de acordes, elementos narrativos y personajes, muestra su orientación hacia esa sociedad secreta de rituales esotéricos e iniciáticos que promueve la búsqueda de la verdad. Las famosas arias de La Reina de la Noche, Sarastro o el dúo de Papageno y Papagena, no dejan de ser una popular anécdota en esta obra con vocación de originalidad. Es posible que, sin ellas y alguna que otra más, “La flauta mágica” no fuera la ópera más representada de su autor y una de las primeras del top mundial. Y es que Mozart… (“aquí y allá encontrarán satisfacción los entendidos, pero lo escribo de tal manera que los no entendidos también queden satisfechos sin que sepan exactamente el porqué”) …siempre supo qué tecla tocar para deleitar.

Tanto en la anterior presentación de 2018 como en la de esta temporada en Les Arts, Ramón Gener se obstina en demostrar que la música (no el libreto, claro está) de “La flauta mágica” es feminista, al igual que lo fue su autor, olvidando que el resto de su obra (“Così fan tutte”, en especial) lo venga a desmontar. ¿Alguien puede asegurar que Mozart, en pleno siglo XVIII, consideró al hombre y la mujer en un plano de moderna igualdad? Si ello fuera así, por insólito y perturbador en aquel tiempo, hubiera llegado a nuestros días, no como una hipótesis actual, sino como la constatación histórica en letras mayúsculas de toda una verdad. Trasladar el genio en el ejercicio de una actividad artística, deportiva o profesional a la vida personal es uno de los errores que la mitificación se obstina en falsear. Y es que en esta vida… “nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira” y con maña, cualquier idea se puede argumentar (yo mismo, de esto, tampoco me puedo librar). ¡Ah! y aunque solo sea por esta vez, quiero constatar que mis frecuentes alusiones al Sr. Gener no lo son a título particular, sino por tratarse del vehículo principal de comunicación oficial de las óperas del Palau de Les Arts. A pesar de frecuentes diferencias de opinión, sigo sus divertidas explicaciones adornadas por el inmortal piano de Clemente y su tantas veces falseteada voz baritonal.

Tras las programaciones de 2013 y 2018, ayer tuvo lugar el estreno en Valencia de la aclamada producción de la Dutch National Opera, el Festival Aix-en-Provence y la English National Opera de “La flauta mágica” a cargo del escenógrafo Simon McBurney, todo un festival de efectos especiales cuyas ramas visuales dificultaron ver el bosque de la musicalidad. Algo así como las películas (buenas) de superhéroes, que nos mantienen enganchados a la pantalla mientras dura el espectáculo y luego todo se tiende a olvidar. Lo visto combina la escenografía minimalista (una plataforma oscilante en un escenario sin más) con las originales proyecciones simultáneas creadas al momento por un hábil dibujante y ante los ojos de todo el personal. Pues bien, tanta es la carga de información visual que me resultó complicado atender a lo musical, porque mi cabeza no daba para más. Aun con esto, la propuesta bien se podría salvar de no ser por la comisión de un pecado mortal: traspasar las fronteras de lo escénico para entrar en una partitura que nunca se debiera alterar, es decir, pasar de los efectos especiales que vemos a los que podemos escuchar.

Tal y como ocurriera con la primera grabación de estudio de “El Anillo del Nibelungo” de Solti/Culshaw (1958-65), el debate sobre la introducción de efectos electrónicos de sonido en obras creadas siglos atrás parece no acabar. En mi opinión, perjudican sobremanera la idea original, que siempre hay que respetar. De esto, ayer los tuvimos para dar y tomar. Pero aún es más, pues en un momento determinado, “La flauta mágica” dejó de ser un singspiel alemán para convertirse en valenciano himno regional, pasando de Mozart a Serrano sin solución de continuidad. Asimismo, algún personaje habló en castellano, recordándome aquel 2018, cuando escribí… “Para colmo, parte de los recitativos de la obra (y otros inventados en forma de chascarrillos para halagar a esta ciudad) se pronunciaron traducidos al castellano por los figurantes y los cantantes, sin criterio alguno para ello, pues hasta los mismos solistas alternaron el alemán con nuestro idioma en un zarzuelero desbarajuste sensorial que al mismísimo Mozart le hubiera obligado a visitar el baño para vomitar”. En fin, intentos de ganarse el favor popular que atentan contra el buen gusto y el copyright. Ante esto, que Papageno miccionase en una botella queda como un agravio comparativo venial.

Tampoco soy partidario de implicar al espectador en la representación (que paga para ver y no para actuar), pues a muchos esto se le hace tan incómodo como difícil de disimular. Las múltiples evoluciones de los personajes por el patio de butacas incluyeron el paso por una fila entera, que obligó a levantarse a todos los presentes, algo imposible de haber elegido una de más atrás, donde se encontraba, sentado como siempre, Ramón Almazán. Además, muchas caras anónimas fueron filmadas y proyectadas en formato “king size”, para regocijo de quienes no aparecían y desazón de los que fueron nominados como improvisados actores sin antes preguntar.

La traslación temporal, que hoy en día parece ser de obligación general, lleva la trama a lo que parece ser la actualidad, sin mayor justificación conocida que la de ahorrar en un vestuario muy normal. No estoy en contra de situar las óperas en otro tiempo y lugar, valiendo el ejemplo de la interesante versión cinematográfica de esta obra que Kenneth Branagh filmó en 2006, ambientada en la I Guerra Mundial.

El balance vocal no se alejó de lo que viene siendo habitual: buena elección de cantantes que, sin deslumbrar, nos elevan siempre el espectáculo por encima de lo visual. La mayoría con voz ajustada a su papel, con la excepción de Giovanni Sala (Tamino), cuya emisión lírica se aleja del frío metal que pide este príncipe, precedente del tenor heroico que luego Wagner haría inmortal y el insuficiente Monostatos de Brenton Ryan, a quien no se le llegaba a escuchar. A destacar la presencia y solemnidad en el Sarastro del bajo Matthew Rose; el excelente registro vocal de la joven soprano española Serena Sáenz (premio Ópera Actual 2023), que encarna una Pamina de corte muy alemán; la demostrada coloratura (aunque no tanta agilidad) de la especialista en Reina de la Noche, Rainelle Krause, quien tuvo problemas en su primera aria para luego abordar con soltura la segunda, tan pirotécnica y popular; la correcta Iria Goti, del Centro de Perfeccionamiento, componiendo una graciosa Papagena en lo gestual y la magnífica prestación tanto vocal como actoral del barítono Gyula Orendt como Papageno, quizás el rol operístico con más personalidad y que, cuando no se exagera, suele arrasar.

Los conjuntos de la casa, como siempre, volvieron a triunfar. La OCV, un tanto desajustada con respecto a los cantantes en algún pasaje, brilló con un sonido aterciopelado a lo Filarmónica de Viena con Karl Böhm y el Coro no le fue atrás, controlando en todo momento cualquier ansia de efusividad, sabedores de que en Mozart todo es gusto, encaje y ecuanimidad.

No quiero terminar sin mencionar las reveladoras palabras que pronuncia el personaje interpretado por José Sacristán en “Roma”, esa excelente película que dirigió en 2004 Adolfo Aristarain. Encarna a un escritor maduro y desengañado, al parecer muy aficionado a la música clásica, pues le vemos en una estancia repleta de discos escuchando a todo volumen una sinfonía de Brahms. En un momento determinado dice que la música ya no le apasiona como cuando era joven y que ha dejado de sentir esa incontenible emoción que protagonizaba el descubrimiento de nuevas obras y la asistencia a los primeros conciertos… tal y como me ocurre a mí, muy a mi pesar. Y es que la música, como las personas, también es sujeto de enamoramiento, cuyo irrefrenable fulgor no puede durar más que el conocimiento de lo amado, hasta que con el tiempo se convierte en la aceptada repetición de una remansada cotidianidad.

Finaliza con suspenso en lo escénico y notable alto en lo musical la presente temporada de grandes óperas en Valencia. En la próxima tendremos “Manon” (J. Massenet-1882), “Il Trovatore” (G. Verdi-1853), “Diálogo de Carmelitas” (F. Poulenc-1953), “L´Orfeo” (C. Monteverdi-1607), “El holandés errante” (R. Wagner-1843), “Gianni Schicchi” (G. Puccini-1918), “Tamerlano” (G.F. Händel-1724) y “Roberto Devereux” (G. Donizetti-1837), sin olvidar los recitales de Juan Diego Flórez, Sondra Radvanocsky y Piotr Beczala, Joyce DiDonato o el anhelado debut de Anna Netrebko en El Palau de Les Arts. Tras dieciocho años ininterrumpidos, espero estar, porque no lo puedo dejar, aunque cada año sea más escéptico, como Sacristán. Son las tremendas cosas de la edad…


No hay una grabación que exprese mejor lo que musicalmente significa el singspiel alemán que la registrada por EMI en 1964, dirigiendo Otto Klemperer a esa maravilla de los años sesenta que fue la Orquesta y Coros Philharmonia, junto con las más destacadas voces del momento para cada personaje principal: Gedda, Janowitz, Berry, Unger, Popp, Frick, Schwarzkopf y Ludwig quienes, al no interpretar las partes habladas, impidieron que este registro tenga la consideración de referencial.

Una “Flauta mágica” de efectos especiales en Les Arts
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