Revista Cultura y Ocio

Una forma de fe

Por Calvodemora
En cuanto me despeje un poco, me aturdo otra vez. Aturdido se vive mejor. Si me despejo del todo, sin esa ebriedad manejable, no sabría entender el mundo. Para que yo entienda el mundo, a ver si me explico, no es indispensable el entendimiento. Hay una ebriedad sin la que no podría escribir. Otra sin la que no podría leer. A disposición de las circunstancias que me vayan surgiendo, voy tirando de una u otra. En ocasiones, en excepcionales estados de sobriedad absoluta, reconozco que soy incapaz de comunicarme con los demás o incluso de razonar conmigo mismo. Preguntado sobre qué es ese aturdimiento sobre el que construyo el mundo, respondí que no sabría explicarlo. Ni siquiera aturdido. Lo verdaderamente relevante de este adecuamiento de mi persona al mundo es que todo se inviste de una trascendencia que no se comparte. No puedo contar en qué consiste. En cuanto acometo la empresa de desmenuzarlo todo (esto que ahora escribo, pongo por caso) desbarro, me explayo en describir la periferia, eludo (creo que a posta) toda indagación fiable. Si ahora dejo de escribir y releo este texto pensaría que pertenece a otro. Habría tramos que me resultarían inasequibles. Las briznas de complicidad son las que me informan de que es posible que yo sea el autor y que pueda considerar que algo mío (intransferible en otro formato que no sea el escrito) esté aquí, ofrecido como una confidencia, revelado sin pudor, como si fuese posible que alguien, al leerlo, pudiera contármelo más tarde.
La otra opcion es despejarme definitivamente, adoptar eso que en los otros a veces tanto me aleja de ellos y que consiste en una visión cartesiana de las cosas, no inmiscuyéndome jamás en lo escondido, desplazándome por la epidermis, al modo en que lo hacen otros y disfrutan en el empeño y no consideran qué se pierden al no caer en la cuenta de que hay un mundo retirado del visible, poco o a veces nada proclive a su desmenuzamiento sencillo, que precisa de una voluntad poética, al menos al comenzar, antes de que se requieran otros instrumentos. Pero no es una opción que me agrade. Conste que he pensado en ponerla a mi servicio. Incluso me he convencido de que me confortaría, que si me privaba de lo que ahora me entusiasma (el asombro, la perplejidad, la metáfora, el extrañamiento)  mi existencia no miraría al abismo y el abismo no se obstinaría en mirarme a mí.
Abismado se vive mejor. Si me desabismo, sin esa caída lúdica y lírica y dulce, no sabría enteder el mundo, y debe entenderse el mundo. Yo creo que una de las cosas a las que venimos al mundo es a entenderlo. Una vez entendido o mientras se va entendiendo va uno contando a los demás los avances, todo lo que se va dejando caer del lado de las revelaciones. En cierto modo, la religión no deja de ser una especie de grandilocuente manifestación de estas pequeñas consideraciones mías. En cuanto se advierte un esfuerzo por estabular estas conclusiones metafísicas, se las malogra. El hecho de que la religión no cuaje como debiera en toda criatura humana es porque se burocratiza en demasía. La fe, rebajada al lenguaje, contada al modo en que siempre ha sido contada, en parábolas, en pasajes fundacionales, en ensoñaciones apocalípticas, se malogra. La fe pura es la que se adensa pecho adentro y no se deja contar. En tales casos, soy un hombre de fe. No sé qué fe es de la que hablo. No es es la que se airea en los templos ni la que ha ido fluyendo por las generaciones, procurando un paraíso a sus feligreses. Esta fe mía es una que no sabría decir si lo es enteramente. Como si fuese una fe voluble, de idas y venidas, una que me visitase y me asistiese en gozo y que luego, como una amante eventual, lúbrica y atenta a todo lo que le pido, me abandonase con la promesa, en la partida, del buen regreso.


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