Se llama Carolina y vive en la casa 206. Desde hace varios años se acompaña por un televisor que habla sin parar desde una habitación en el primer piso, con ventana hacia la calle.
Una noche, a las 7:38 exactas, la luz que sale a través de la ventana muestra los deportes. En la calle, sin que ella lo sepa, Víctor camina. Tiene unos 40 ya vividos y desde hace varios meses pasa sin falta frente aquella casa a esa misma hora. Nadie lo espera nunca, así que cuenta sus pasos como quien trata de no llegar.
Esa noche la fortuna quiere que Víctor se detenga. Un grito de gol hace que mire a través de una cortina suave que da a la luz del televisor una sutil imagen, levemente borrosa.
Dentro, Carolina descubre aquel reflejo en la pantalla de la televisión. No siente miedo. Ese reflejo, sea de fantasma o de ladrón, implica por lo menos una compañía distinta a la que aquella voz del televisor produce. Espera, sin atreverse a voltear su rostro. Piensa, acaso, que aquella imagen desaparecerá si vuelve su rostro hacia la ventana.
A las 7:53 aquel reflejo desaparece. Carolina se queda pensando. No puede evitar una ligera taquicardia en su corazón.
Al día siguiente aquella misma historia se repite. Víctor no se da cuenta que ese día, la cortina está ligeramente abierta en la mitad de la ventana.
Así pasan los días, o más bien las noches. Cada vez aquella cortina un poco más abierta. Hasta que una noche, la cortina está abierta por completo. En la televisión la misma escena de cada noche, pero Carolina, valiente, no está en el sofá. Caminando por la calle se acerca a Víctor y, sin duda alguna, lo invita a entrar.
Él se niega. No puede, dice. Le da pena, insiste. Ella repite, por favor. El dice no, disculpe usted. Ella piensa si volverá. El piensa si volverá. Sigue su camino. Entra a la casa. Los dos, sin entender bien por qué, lloran el mismo llanto a unas cuadras de distancia.
La noche siguiente, a las 7:30, Carolina ha quitado la cortina y dejado la ventana abierta. Ha puesto sobre aquel andén dos sillas, una mesita, dos pocillos y una pequeña jarra de café.
A las 7:38 Víctor camina por la calle. Se sonríe y se sienta en aquella silla.
Desde aquella noche aquel televisor nunca ha vuelto a estar encendido en la noche. Pero, si alguien mirara a través de la ventana, vería dos siluetas que se miran. Adentro, sus bocas se sonríen en una sola fiesta.