Los que vivimos aguas abajo del Ebro, en el norte de Burgos, miramos con preocupación estos días la blanca nieve que nos rodea preguntándonos si pronto se volverá negra cuando el inmenso manto que cubre gran parte de nuestra provincia y la de Cantabria se convierta en una masa de agua incontrolable que quizás nuestro río no pueda contener.
La magnitud de la nevada en ciudades como Reinosa ha hecho recordar a los más viejos escenas de otros tiempos. Aquellos inviernos de antaño que siempre nos han recordado con su eterno soniquete: “Cuando yo era niño el invierno era de verdad, y cuando nevaba no podíamos salir de casa”.
Pues bien, este febrero ha sido de verdad.
Yo tengo una vinculación especial con aquellas tierras campurrianas porque mi padre nació allí, y son muchas las veces que he recorrido el camino que las separa de mi casa para visitar a la familia.
Cuando era niño siempre llamó mi atención aquella niebla espesa que más de una vez, incluso en pleno mes de agosto, nos sorprendía y de repente hacía que una espléndida tarde de verano se convirtiera en tenebrosa y desagradable obligándonos a interrumpir nuestros juegos y a refugiarnos en casa.
Aquel fenómeno no era casual y en realidad era y sigue siendo una consecuencia de la inmensa masa de agua que desde los años cincuenta cubre gran parte del valle de Campoo.
El pantano del Ebro, que como un pequeño mar interior con sus tremendas dimensiones se creó para regular las aguas de uno de los ríos más caudalosos, hace un par de semanas de poco sirvió y mal gestionado fue incapaz de impedir las peores inundaciones en cuatro décadas. No solo alteró el clima de la zona, sino que cambió para siempre la vida de muchos habitantes de aquel valle.
Medianedo, La Magdalena, Quintanilla de Valdearroyo y Quintanilla de Bustamante desaparecieron bajo las aguas literalmente aquel verano de 1947, además de un buen número de pueblos que se vieron parcialmente afectados. Las familias que allí vivían tuvieron que ver cómo las aguas ahogaban sus vidas y sus recuerdos. Aquellos hombres y mujeres fueron obligados a sacrificarse y a dejar todo atrás para partir, muchos de ellos en unas durísimas condiciones, hacia un futuro incierto.
En estos días en los que miramos con recelo las aguas amenazantes que descienden por el cauce de nuestro río, quiero compartir la historia de aquellos olvidados que, silenciados por la represión política de la época, no pudieron más que tragar su rabia y ocasionalmente descargarla con ingenio en sus “coplas del pantano” que sonaban en la clandestinidad.
Su testimonio se recoge en el estupendo documental “Donde aprendiste a vivir” dirigido por Pedro Pablo Picazo, Álvaro de la Hoz y Marta Solano en 2008 y que intenta impedir el olvido de una historia que de otra manera se extinguirá cuando sus protagonistas desaparezcan.