Revista Cultura y Ocio
Nacemos solos, morimos solos, pero todo lo que sucede entre medias huye de la soledad, se afana en no invitarla, la rehúye, no tiene ninguna voluntad por intimar con ella y, sin embargo, todo lo que se ama se ama solo. Está escrito en Alone, un poema de Poe, que nunca vio publicado en vida (And all I've loved, I´ve loved alone). En ocasiones se la busca, anhela uno que lo impregne, hasta la echa en falta cuando no está. Se la teme también. La soledad es el vacío. Venimos de él y él nos acoge al final. Contra la evidencia de que hay un desenlace se erigieron las religiones. Se les encomienda el lenitivo plausible, el de aminorar la crueldad de que tengamos una fecha de cese. La soledad es el motor del mundo, no el amor como quería Dante cuando escribía a su amada Beatriz. Es la soledad, su peso terrible, el que hace que abramos los brazos y el corazón. Todo por evitar que nos toque y nos nos abandone. A veces la soledad se comparte, se lleva entre dos, se conduce una vida entera con otro de la mano, recorriendo juntos el camino, aunque la soledad vaya en medio. Nacemos solos, morimos solos, hasta podemos quedarnos dormidos en el autobús, sin que nos importe que nos miren. Incluso es posible que lo hayamos hecho a posta. Hay quien lleva toda la vida soñando con otro al lado. Lo raro es que no sueñen lo mismo. Dormir juntos es una manera de amarse también. No hay religión que entienda eso. A lo sumo la poesía. Ella es la que está al tanto de todo.