Revista Cultura y Ocio

Una historia de las de antes

Por Calvodemora
Una historia de las de antes
Fragmento de La creación de Adán, fresco del techo de la Capilla Sixtina, 
Micheangelo Buenarrotti


"Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est"Toda verdad, dígala quien la diga, viene del Espíritu Santo

Santo Tomás de Aquino 

1/ Génesis

Uno maneja la información que le han contado, ni siquiera puede contrastarla a veces, se queda con la escasez de unos textos antiguos, en un relato traído con pinzas, escrito en el tiempo en que escribir era una proeza, que no se puede contrastar (encima), pero al que obedecemos, por el que nos guiamos, por el que (con más o menos fervor) vivimos. Lo escribe Dios o Dios hace que otros, por iluminación suya, merced al numen que desprende, escriben. Debiera haberse esmerado más Dios cuando creó el mundo, haber puesto más ahínco, qué más le daba, nadie le miraba, no tenía jueces, podía haber sido un trabajo perfecto, pero anduvo con prisas, no pensó en las consecuencias. Podemos pensar, en humana manera, que se distrajo, pero no encuentro con qué, si estaba todo por hacer y Él era el Hacedor Celestial, el Obrero Pluscuamperfecto, el Arquitecto Solitario, en fin, lo que quieran ustedes. Lo incuestionable es que la empresa no ha estado siempre a la altura de las circunstancias. En eso da igual que opine un creyente o un descreído. Unos lo harán más benignamente, no pondrán trabas a la ejecución, convendrán en que nuestro alcance en materia divina es limitado y no procede juzgarla, imponerle consideraciones humanas. Otros, con más ánimo de puya, se preguntarán el porqué de esa caprichosa y rudimentaria puesta en escena, no escatimarán en objeciones, en cuestionar la premura, habida cuenta del estado habitual de las cosas en los tiempos que corren y en cualquiera otros en que uno decida husmear por ver si fueron mejores. Vio Dios el desorden y el vacío y el reino de las tinieblas cubriendo de oscuridad el caos (imagino que está bien nombrar caos a ese escenario sin tiempo ni espacio, esa suerte de hueco primordial y antológico) y dijo Dios que se hiciera la luz y la luz se hizo y venció a las tinieblas. Otro aspecto a tener en cuenta es cómo Dios se va envalentonando con todo lo que hace: se dice a sí mismo que lo hecho está bien y sigue obrando milagros (qué otra cosa podrían ser) y dándoles nombre. A mí esa nomenclatura siempre me pareció prodigiosa. En lo que uno entiende, el lenguaje es el que hace que el objeto vibre y se haga corpóreo. No existe la piedra hasta que se la nombra. No hay agua hasta que decimos agua. El paisaje que iba saliendo era ciertamente admirable: está por un lado la tierra, están las aguas y está el cielo. Después fue añadiendo aquí y allá árboles y montañas y ánimas vivientes que poblaron la tierra, las aguas y el cielo. Al álbum de esta zoología fundacional no le faltan hormigas ni ballenas. Viendo Dios que iban los días pasando y no estaba el mundo acabado, pensó en las matemáticas. Razonó que la unidad era escasa y la facultó para que se multiplicara. Debemos andar por el día quinto. El alto cielo vio cómo volaban las aves y la glauca tierra sintió el peso de las bestias sobre ella. Creó el género masculino y el femenino, los engolosinó con los placeres de la carne y aseguró la continuidad de las razas. Dejó para el final la creación más sublime, la del hombre y la de la mujer, que alumbró a su imagen y a su semejanza. No sabemos la parte masculina y la femenina de ese Dios plenipotenciario, animado por esa creatividad maravillosa que tuvo. Sabemos que nunca volvió a protagonizar un asunto de ese fuste cósmico. Se le recrimina con frecuencia que no le dedicara más tiempo. A beneficio suyo, se argumenta que un dios no condesciende con sus criaturas o que todas esas criaturas sólo le rinden adoración y fervor, a la espera de que puedan encontrarse con Él cuando su cuerpo expire y el alma, ah el alma, ese artefacto místico tan quebradizo, huya de este penar mundano y se ice con abundancia de loores a contemplar la luz de la eternidad.

Todo lo que se puede decir a partir de aquí es extensión de la capacidad metafórica del que se pronuncie. Pueblos enteros han intentando comprender su existencia y el concurso de la divinidad es origen, fuente primera a partir de la cual todo cuadra y se ensambla y adquiere el sentido que, huérfano de ella, quedaría en zozobra y en quebranto. El relato de la génesis del cosmos, contada por unos o por otros, es básicamente la misma. En toda esa literatura fluye la idea de que es el misterio el que lo impregna todo y que únicamente la fe (la confianza que no precisa sustento lógico, el armazón ideológico que no requiere ningún aparato cartesiano) podrá apaciguar nuestras inquietudes, ya saben, quién soy, de dónde vengo, adónde voy, si tendré la dicha que no tuve en vida cuando vaya a otro mundo o, más atinadamente, si habrá otro mundo esperando el finiquito de éste, si seré invitado a residir en él, si (por el contrario) mi incredulidad hará que no se me permita el acceso y vague sin asiento o (todavía más penosamente) si serán las puertas del infierno las que se abran y se me empuje a esa morada terrible. Yo creo que también está el infierno en el discurso de Dios. Lo está por coherencia metafísica. No puede haber dicha sin el desconsuelo a su vera, agazapado y fiero, a la espera de ocuparse de ti y hacerte entender bien que has cometido todos los pecados posibles y no habrá perdón y vivirás por siempre jamás en el vértigo y en la fiebre hasta que pierdas la cabeza o la pierdan los que te han enviado allí. Por eso te comportas lo mejor que puedes, por eso crees en Dios y proclamas tu fe como el que recita su nombre en un tribunal de oposiciones cuando le toca.

2/ Perro mundo

La muerte

A Miguel Monteaguado de la Dehesa se le apareció el diablo una noche de farra y le comunicó que le quedaban tres vodkas bien servidos, a pelo, y un par de aceitunas. Se lo tomó a broma, no hizo caso al augur maléfico y cayó de bruces en la barra del bar con un rictus de perplejidad en el rostro. Los amigos a los que les confió la revelación diabólica no daban crédito o lo daban enteramente. Siempre hay dos bandos, uno que acepta y otro que deniega, uno que asiente y otro que rechaza, el mismo viejo juego de siempre, el de acatar o el de desobedecer. A Dios, que bosquejó el bien y vio al mal salir de su costado como un alien, le agradó la llegada de Miguel Monteagudo de la Dehesa. Aparte de la afición a cerrar los bares, no tenía nada que recriminársele. Fue un hombre bueno, fue un amigo leal y fue un hijo cariñoso y atento. A falta de encontrar mujer con la que fundar un hogar y una familia, se esmeró en hacer el bien, y en no incurrir en malandanzas . Cumplió, a decir de quienes le conocieron, los mandamientos de la iglesia lo más atinadamente que pudo y tenía ganados el afecto y la amistad de sus convecinos, a los que sólo les importunaba que empinara el codo, no porque les molestara o hiciese algo inconveniente, sino por el temor a que una de esas borracheras lo retirara de este perro mundo y Dios, en su infinita paciencia, en su clarividencia cósmica, no le invitase a sentarse junto a Él y lo arrumbase al infierno. Como nadie que haya subido ahí arriba ha bajado después para confiarnos lo que ha visto, no sabemos si el buen hombre vio a Dios o al Diablo, si alguno de ellos lo abrazó con entusiasmo o fue expulsado y vaga en infinita errancia. Su sacerdote de guardia, al que le abría el corazón en el confesionario y en las últimas horas de la noche, antes de cerrar la barra, en un descuido etílico, refirió que en el fondo Miguel Monteagudo de la Dehesa no era el creyente que todos imaginaban. Tampoco un incrédulo. Nunca en sus muchos años de amistad le escuchó nada que tuviera que ver con santos y con pecadores, con dioses o con demonios.

Habla el párroco
Puede decirse, sentenció el párroco, que no le hizo falta esa debilidad o esa fortaleza humana, la de la fe, ya me entienden. Hasta que esos malos vodkas se lo llevaron, fue ejemplar su vida, sin que intermediara la voz de Cristo, ni escuchase su llamada. Así que no tengo ni idea de lo que sucede con esas almas sin preocupaciones espirituales que de vez en cuando uno encuentra en el camino. Pensad la cantidad de veces en que tuve ocasión de sonsacarle o la de ocasiones en que una conversación suya o una en la que entrase resuelta y abiertamente incluyera algún detalle religioso o, en muchos casos, muchos juntamente. Sólo ando dándole vueltas estos días a lo último que dijo. No entra en cabeza que de verdad pronunciase esas dos palabras, las últimas, con las que se despedía de su existencia terrena. Perro mundo. Yo creo que, en boca ajena, no escandaliza, pero el bueno de Miguel no terciaba por ahí, créanme. A ver si, en el fondo, expresó una queja, una debilísima queja. Igual, a su secreta manera, le estaba hablando a Dios, a quién si no, requiriéndole explicaciones. Como si en el momento último de su vida, en ese instante de absoluta sinceridad con uno mismo, quisiera intimar con Él, hacer que le confesara qué habría más adelante, si su apatía religiosa (dejadme que lo exprese así) fuese un obstáculo y no sólo tuviese cerradas las puertas de la vida en la tierra sino que también estuviesen cerradas las del cielo. A lo que yo, en una de esas pruebas de fe que hasta los pastores del Señor tenemos de cuando en cuando, me pregunté si no llevaría razón y todo lo que he ido predicando no será poesía para iniciados, y no Palabra del Señor. Dios, en su infinita dulzura, en su Gracia dulcísima, podría haber preservado a los buenos de corazón, no dejarles que los humanos defectos de la carne los lacerasen con la misma saña que a otros. Cuando pensó Dios cómo sería el mundo y tuvo esos seis días para montarlo todo, debió crear una especie a salvo de las enfermedades, que muriera de pura vejez, pero no forzados por las calamidades, no por tres vodkas que sienten mal, coño, que ya no se frena uno y dice lo que nunca ha dicho, joder. Y prometedme que estas palabras mías no saldrán de aquí. No sé qué pensarían de mí todos esos feligreses que me aprecian y escuchan con atención mis homilías si supieran que blasfemo en privado, sin orden ni mesura. En fin, dejadme solo, no me encuentro bien.

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