Opinión
Publicado el 13 septiembre, 2013 | por Leonardo Seda
En el oscuro ejercicio de pensamiento y raciocinio que me permito las mañanas de los lunes, mientras miro al mar con el reflejo del sol quemándome las retinas, llegué sin quererlo a una idea distinta. Me di cuenta en seguida. No por la genialidad de la idea, que sin duda tiene, sino por su distinción misma. Es muy difícil encontrar ideas diferentes unas de otras en los tiempos que corren, con telediarios clónicos y mujeres vistiendo lo mismo por la gracia de Amancio. Cuando una idea llega así a tu mente puedes notar su poder como un Jumbo tomando tierra en la pista de aterrizaje de tu hemisferio izquierdo pero, en mi caso, tomó la forma de la bamboleante bicicleta que, acompañada por un sucio chucho, cargaba con soltura a su conductor.
Mientras mis ojos, como decía, se cocían como genitales en agosto, el chucho se paraba brevemente a olfatearme y la estela que sucedía al destartalado ciclista llegó a mi nariz. Le miré a la cara instintivamente. Bajo su mirada perdida, un canuto bien verde se sostenía entre sus labios. El hombre parecía feliz, en su ausencia. Daba la impresión de que, en su vida desprovista de aparentemente de problema alguno, no necesita más que esa bici, ese perro horrendo y lo que quiera que llevase en su simbiótica mochila. Y claro, cómo no, también el porro. No experimenté mi usual rechazo a ese tipo de ser pues, como digo, el capullo de una maravillosa idea comenzaba a florecer. Antes de que la víctima de mi observación oliera mi idea y la confundiera con un cogollo que tragar, aparté la mirada con fingido desprecio.
A mi cabeza acudieron, observando aquella mirada que de penetrante tendría lo que un cuchillo de untar, las numerosas manifestaciones a favor de lo que la gente considera derechos universales y que, en mi egoísmo, solo veo como otra forma de pedirle al gobierno de turno que, por favor, se nos cobren más impuestos. Como digo, en dichas protestas no es raro, por no decir que lo raro es lo contrario, encontrarse a individuos como el ciclista, que ya se alejaba frente a una nubecilla de humo. No pude evitar pensar en la contrariedad que, para mí, suponía que un ser tan cínico fuera capaz de conducir su vehículo de dos ruedas hacia el centro de una manifestación, bajarse y empezar a gritar ese tipo de consignas que, de seguro, quitan el sueño hasta al más malvado de nuestros políticos y banqueros.
Todos ustedes estarán familiarizados con el lenguaje de esas protestas. Piden libertad, pero quieren que alguien se la garantice; igualdad, a coste de algo; educación, cuando de seguro jugaban al escapismo cuando aún les obligaban a ir; y trabajo, claro, cuando hasta para el poseedor del perro más limpio de toda la manifestación hacían falta grandes dosis de aquello que fuman para imaginarlo trabajando alguna vez en su vida. De toda esa típica retahíla, sumada a un toque humorístico sobre lo que estén tratando los medios de comunicación ese día a la hora del almuerzo, siempre se cuela, entre banderas republicanas, una omnipresente: la legalización de la marihuana.
¿Y por qué solo la maría?, pensé. ¿Por qué no permitir cualquier droga que no suponga un riesgo para la salud de los que rodeen a quienes las consuman? ¿Por qué no una legalización total… a cambio de su derecho a sufragio?
No se froten los ojos, han leído bien. La raíz de mi idea fue esa. No hablo de negarles el derecho a voto a todos aquellos simpáticos y harapientos personajes, mis ideas de libertad me prohíben siquiera planteármelo por mucho que lo deseara. Hablo de que voluntariamente un ciudadano pueda elegir participar en la vida política de su país o poder consumir tantas sustancias contra su salud mental como quiera. Una de dos, no ambas, y a cambio, por ejemplo, el ciclista que iba formando eses felizmente ya muy lejos no tendría por qué esconder su perfectamente formado canuto ante la aparición de luces azules. Podría dedicar, fíjense y valoren bien esto, su vida a lo que más le gusta en el mundo a los fumadores habituales de estas sustancias, a plantarlas, cuidarlas, fumarlas y, si la cosa va bien, venderla entre amigos y conocidos para subsistir.
A cambio, casi nada, ese voto que, en el caso de fumar marihuana, iría para la izquierda, y en el caso de meterse coca, para la derecha más radical y de mayor gusto de papá. Quiénes somos nosotros, o el Estado, para juzgar, prohibir o encarcelar a quien quiera destruir lenta y rápidamente su razón. Y, por contra, quiénes son ellos, de mentes líquidas, para opinar sobre la forma de gobierno que más le convendría a quienes tratan de cultivar su mente, y no una planta para fumar.
Esta fue mi idea. Ya se sabe lo que ocurre con ellas, no siempre las compartes pero las quieres como a hijos. ¿Beneficiaría a la democracia coartar de ese derecho a ciertos ciudadanos? ¿Al menos en este aspecto? “De verdad”, creo que llegué a pronunciar en voz alta, mientras le pegaba un generoso sorbo a mi petaca de fuerte contenido. “Soy un genio”, sentenciaba mientras prendía la llama con un chasquido y la acercaba a mi Ducados.