Revista Cómics

Una iglesia es una iglesia

Publicado el 27 marzo 2020 por Xavier Xavier B. Fernández

Una iglesia es una iglesia Entré en el saloon. Dimitrescu, detrás del mostrador, se llevaba las manos a la cabeza. —¡Estamos todos muertos! ¡Nos ha matado a todos, Padre!—Y se santiguaba. Veracruz—A partir de ahora debería llamarlo el Padre Veracruz— le ignoraba. Había desenfundado un gran cuchillo Bowie, que hasta entonces había permanecido oculto bajo los faldones de su guardapolvo negro, y se aplicó a cortarle la cabeza al cadáver de Orlock. —Hola, chico—dijo, sin mirarme. La cabeza de Orlock rodó por el suelo. Era poco más que una calavera monda, pues el agua bendita la había quemado como si fuera ácido. El Padre Veracruz le dio un puntapié que la mandó al otro extremo del saloon. Luego se acercó al cuerpo de Albino Jim, y le quitó el reloj.
—¿Es de verdad el reloj de su esposa, Padre? —El Padre Veracruz abrió la tapa, con lo que la musiquilla del carillón volvió a sonar, y miró en su interior. —Sí, es el suyo. Lo cerró, se lo guardó en un bolsillo, y procedió a decapitar a Albino Jim. Vi en el suelo la bala que Betty la Roja se había extraído del ojo: era un pequeño grumo oscuro que reposaba sobre una mancha de sangre fresca. Lo recogí. Era una bala normal y corriente, de plomo, algo deformada por el impacto. Pero llevaba grabado un diminuto crucifijo. —Son más eficaces cuando son de plata—dijo el Padre Veracruz—como ésta. Ya había acabado de decapitar el cadáver, y con la punta del cuchillo estaba hurgando en los agujeros de bala del cuerpo. Extrajo una y la lanzó en mi dirección. La cacé al vuelo. Era de plata, en efecto. Algo deformada por el impacto contra la carne y el hueso, como la de plomo, y con un diminuto crucifijo grabado en su superficie. —Las balas de plomo les hacen daño, pero las de plata les detienen en seco. A veces, basta con una de esas para matarlos. Pero la plata es cara, y siempre voy escaso de ella—prosiguió el Padre— Por eso sólo cargo con ellas el revólver de plata, y por eso sólo lo uso como último recurso. Así que puedes quedarte con la de plomo, si quieres, pero devuélveme la de plata, por favor. Deposité la bala de plata sobre la palma que había extendido ante mí. —¿Puedo serle útil de alguna forma, Padre? —¿No sería más seguro para ti que permanecieras al margen de todo esto? —Quiero ayudar. —Ismael, el Comodoro te matará—interrumpió Dimitrescu— o algo peor. —Estoy harto de tenerle miedo al Comodoro—repliqué. —Si quieres serme útil, busca algo con lo que envolver esas cabezas. Me las voy a llevar conmigo. Yo sabía que Dimitrescu guardaba en la trastienda, junto a los ajos, los sacos de avena y el tocino, unos manteles de algodón, a cuadros rojos y blancos, que no ponía nunca encima de las mesas del saloon. Aunque creo que su madre sí lo hacía, cuando estaba viva. Entré en la trastienda, cogí uno de los manteles, envolví en él las dos cabezas, lo anudé para convertirlo en un hatillo y se lo entregué al Padre Veracruz. —Llévalo tú, si no te importa. Prefiero tener las manos libres para manejar los revólveres. —¿A dónde vamos? Primero, a tus caballerizas, a buscar mis alforjas. Luego, tenemos que encontrar un sitio seguro donde pasar la noche. —Mi casa no va a ser. Márchense inmediatamente—dijo Dimitrescu. —No, el saloon no es un sitio seguro—dijo el Padre Veracruz— Es un local público, y los que son como esta gente pueden entrar en los locales públicos a voluntad. Es en las viviendas privadas donde tienen que pedir permiso para entrar. —Entonces, mis caballerizas tampoco son un sitio seguro. —No, no lo son. Vamos. Salimos a la calle, a la noche. El Padre Veracruz empuñaba una pistola con cada mano, y avanzaba escrutando las sombras. Yo iba pegado a él, acarreando el hatillo que contenía las cabezas de Albino Jim y Orlock. Avanzamos despacio, camino de las caballerizas. Vi un coyote tuerto, de pelo rojizo, que nos seguía de lejos. Cuando le miré, me regañó los dientes. El Padre Veracruz le disparó, no vi con cuál de los dos revólveres, pero falló. El coyote salió corriendo y se escabulló entre las sombras. En mis caballerizas, el caballo del Padre descansaba en su corral, plácido. El Padre cogió las alforjas, que yo había dejado junto a la silla al desensillar el caballo. De ellas sacó dos rosarios. Colgó uno de la cola de su caballo y el otro, de su cuello. —Con esto estará protegido. Coge la comida que me habías ofrecido antes y vámonos. —¿A dónde? Nadie en el pueblo nos dará alojamiento. Le tienen demasiado miedo al Comodoro. —Me he fijado en que al final de la calle mayor se alza una iglesia. Y parece abandonada. —Está abandonada. El Comodoro mató al pastor, hace tiempo. —Pues allí vamos. —Pero es una iglesia baptista. —Una iglesia es una iglesia. Caminamos por la calle mayor hacia la iglesia, como antes: el Padre abriendo la marcha, con un revólver en cada mano, y yo detrás, con el hatillo que contenía las cabezas, las alforjas del Padre y lo que había cogido de mis, por otra parte escasas, pertenencias, incluyendo las viandas. Me pareció ver al coyote tuerto de pelo rojizo observándonos desde las sombras, pero ahora guardaba las distancias con mayor cuidado. Su único ojo era de un verde tan intenso que refulgía en la oscuridad. Llegamos a la iglesia, y entramos. Hacía tiempo que nadie entraba allí, y se notaba. Las telarañas lo cubrían todo, y el polvo se alzaba en nubes a nuestros pasos. El Padre rebuscó en sus alforjas. De ellas sacó un estuche de piel, y con él se acercó al altar. Allí lo abrió, y del interior sacó un cáliz, una patena, dos velas con sus correspondientes palmatorias, una estola que se colocó encima de los hombros, un crucifijo que colocó entre las dos velas; dos lienzos, con los que cubrió el altar; una caja para las formas, y unas vinajeras. Cuando lo tuvo todo organizado se colocó ante el altar, alzó las manos y murmuró unas jaculatorias en latín. Yo tenía una idea aproximada de lo que estaba haciendo: recordad que os he dicho que soy de ascendencia irlandesa. Mis padres eran católicos, aunque aquí en Transilvania no tenían templo en el que practicar su fe. Pero algo me enseñaron. Y, por lo que yo sabía, Veracruz estaba consagrando la iglesia. Cuando acabó se sacó la estola, la besó y la guardó en su estuche. —Ahora ya no podrán entrar—dijo— De todas formas, no creo que el Comodoro intente nada esta misma noche. —¿Por qué no? —Porque es demasiado astuto. Como lo es cualquier criatura que ha vivido tantos años como él. No se lanzará al ataque sin antes haber medido sus fuerzas, y las nuestras. Y no se lanzará de frente sin garantías. Así que corta un poco de pan y un poco de queso para cenar, y luego busca un rincón donde poder tumbarte a dormir. Esta noche nos dejarán tranquilos. —¿Y mañana? —Pediremos refuerzos. —¿Quién? ¿cómo? —Cómo, ya lo veremos. Quién… Acabo de invocar la ayuda de la Santa Iglesia Católica y el único Dios verdadero. Mañana invocaremos la de los dioses paganos. En la guerra que se nos avecina, toda ayuda es poca. Una iglesia es una iglesia
Próximo capítulo:

Infierno de cobardes


Volver a la Portada de Logo Paperblog