A merced de los amores, de los encuentros, de los viajes, construí mi habitación, donde el piso sigue estando un poco inestable al menor signo de viento, al menor cambio de escenario. Pero la literatura, en todas las épocas, me sigue siendo indispensable. Porque allá donde vivo, en una de las más bellas ciudades europeas, como en cualquier otro lugar (o más que en otros lugares), la gente recita sin fin palabras convencionales, utiliza la misma jerga, los mismos comentarios. Estamos enfermos de lenguaje, somos grises, previsibles. Durante mucho tiempo me resultó insoportable saber de memoria lo que iban a decirme, oírme repetir algunas fórmulas, poner una mordaza en la boda de los demás. Sentía vergüenza. Eso ha disminuido un poco; ahora soy más tolerante. Sé que uno no se puede inventar cada segundo. No obstante, por las noches busco palabras limpias de polvo, de las frases en medio de las cuales rodaron. Leo. Los libros me arrojan a los caminos.
***
Michèle Petit en Una infancia en el país de los libros (ed. Océano Travesía) recorre su biografía lectora. Juan Domingo Argüelles habla sobre el libro, mucho mejor de lo que yo podría hacer jamás, en este artículo.