Últimamente he pensado mucho en el amor y en su única consecuencia lógica: el desamor. Dos sentimientos que nunca han sido ilustrados de una manera más fiel que en las dos Moscas, la de Neumann (1958) y la de Cronenberg (1986).
Así nos sentimos cuando comenzamos a sentir amor. En la versión de 1986, dos seres se fusionan completamente hasta en el ADN. Qué bonito. Qué furor.
Pero tras el breve período de idealización, la persona amada (Geena Davis) encuentra en nosotros los primeros defectos: un pelo en el lugar equivocado.
Así nos sentimos cuando ella -inevitablemente- nos abandona. Se nos queda la autoestima bajísima.
Y así nos quedamos al descubrir que volver a ser uno mismo es casi imposible. La Mosca de Cronenberg es el amor visto desde dentro, en primera persona. El amor subjetivo.
Pero La Mosca original es cómo se nos ve desde fuera cuando nos abandonan: como monigotes cabezudos dando tumbos y haciendo huir a todos: nadie quiere escuchar nuestras penas. El cabezón de mosca es una metáfora: estamos pensando con las pelotas.
Y así nos ve el ser amado cuando pedimos una segunda -o tercera, o cuarta- oportunidad. La Mosca de Neumann es el amor objetivo, visto desde fuera por amigos y familiares que se dan cuenta de que no hay nada más humillante que haber sido amado.
La maldición de tener ojos de mosca: da igual dónde mires, allí está ella.