Una predicción: la próxima campaña del progresismo ecologista se orientará a redimir los grandes perros que viven en pisos pequeños de pueblos y ciudades.
La idea nace de un partido islámico de La Haya, en Holanda, que presenta con rostro humanista y razonable lo que en realidad es una jihad, una guerra santa contra esas mascotas que el islam considera inmundas, casi como el cerdo.
La propuesta podría tener cierto éxito en España, pero por otra razón: porque sus dueños suelen dejar las calles empantanadas con enormes pilas de sus excrementos.
Pero en Holanda, donde surgió la exigencia musulmana, imponen unas multas que arruinan al amo que no vaya con bolsas para recoger y depositar en lugar adecuado las digestiones del mejor amigo del hombre.
El razonamiento del partido Islam Democraten en La Haya no se utiliza contra los canes, como podría hacer en España, la agresión a la higiene pública, sino a su favor porque trata de inspirar pena al recordar que un animal grande, cuyo medio natural es el campo, sufre recluido en un piso durante 23 horas al día.
Tenerlo así es de una crueldad extrema que debe perseguirse porque “los perros pertenecen a la naturaleza y no a una casa”, afirma el partido musulmán.
Razonamiento inicialmente correcto. Que tiene una lógica que asumirán entusiasmados los teólogos progresistas de Juan José Tamayo, admirador de Jomeni y en guerra santa contra las costumbres occidentales, o los extremistas miembros de PETA, que asaltan a quienes visten pieles.
Pero su fondo real es una hábil estratagema religiosa que hermana el odio a un animal abominable con el humanismo ecologista y el de la izquierda antioccidental.
El progresismo islamista es aparentemente procanino, mientras calla sobre los animales sacrificados para carne halal, que se desangran entre horribles y escalofriantes estertores.
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SALAS