“Exactamente igual que una camisa nueva, o una novia no más descubierta, o unos zapatos resplandecientes y todavía con el contrafuerte duro, así se estrena la luz: sabiéndolo, gozándola, entristeciéndose un poco ante el recuerdo de la vieja luz un poco olvidada, jubilada ya, quizás enferma, es posible que débilmente amante, y sin duda tierna, parcial y decidida como un viejo criado que a nuestros doce años -con nuestro primer pantalón largo- empezara, no una mañana cualquiera, sino precisamente una mañana, a tratarnos de usted.
El escritor está estrenando una luz nueva -nueva, por lo menos, para él- y está un poco sorprendido, un poco absorto ante la nueva forma que va cobrando cada cosa, cada libro, cada persona, cada mueble.
Es aún la más temprana mañana, una hora nueva también, y el escritor, mientras va dejando que su mano escriba, con un poco de frío, escucha los ruidos nuevos que trae la luz, el aire nuevo de una vida, ¡que quién pudiera hacerla nueva también!, y que camina, como un astro obediente, la vieja órbita prevista.
Un carro que pasa, repicando al trote de un alegre burrillo, por allá abajo, o una moza que canta, con la voz cristalina de las ocho y media, un cuplé ya tan viejo como la concupiscencia; o un tranvía que rueda; o un niño que llora, como todos los niños, -descreída y desesperadamente-; o un perro que ladra; o una nube de gorriones que silban llenos de jolgorio, desde los árboles de un próximo jardín, a esta atroz primavera que cabalga el mes de los difuntos; o el pregón de un viejo vendedor que canta y nada vende; tal es el nuevo sonar que retumba, como en una caja de guitarra, sobre la luz nueva, recién estrenada, casi recién inventada.
Las viejas luces, para el escritor, le traen el tósigo de escribir al galope y como sin notarlo -todos los elementos rebosantes de un viejo y bien aprendido oficio-, aceleradamente, precipitadamente, atropelladamente, ignorando el placer de escribir con buena letra, como los escritores buenos.
Pero la nueva luz -esa nueva luz aún indómita y cimarrona, todavía por hacer a las maneras y al pulso de cada uno- lleva al escritor a un nirvana casi lleno de sobresalto, rebosante de puñaladas gratísimas y acogedoras, pletórico de artistas que, a fuerza de ternura, hieren de muerte el espíritu.
Es algo muy misterioso esta sangrante prueba de estrenar una luz con todos los mueble por en medio, escribiendo en un rincón como un chamarilero asustado, mientras el alma -esa monja que a veces gusta de disfrazarse de mago o de criminal- se agazapa como asustada y sonríe, tierna y complaciente, como queriendo hacerse perdonar los escasos pecados que aún no cometió.
Una nubecilla, larga y alba como un bergantín, cruza el cielo, casi al alcance de la mano, por delante de la desnuda ventana, detrás de la que escribe un hombre. No la sobrevuelan las agraces gaviotas ni la refleja, tampoco, el verdemar, Y sin embargo…
Dos muchachas -alguien diría casi dos niñas; alguien, también, dos mujercitas ya- juegan a un tenis un tanto convencional en una azotea próxima. A la cierta voluntad de la luz nueva, las dos muchachas semejan sobre el decorado joven de las más recientes chimeneas dos brujas aprendizas – como dos chalequeras, dos planchadoras o dos novicias- del oficio más viejo y de mayor prestigio. No sobrenadan los últimos limbos, ni cabalga, tampoco, suerte alguna de caballo volador. Y sin embargo…
Una señora gorda -alguien diría ya no es ninguna niña-, con una bata color naranja hasta los pies, riega los tiestos del luminosos geranio, la albahaca aromática, la fresca hierbaluisa y el clavel reventón. Desde su balaustrada misteriosa -al fondo, en la penumbra, una coqueta cubista y un canapé rococó- la señora gorda juega al seguro equívoco de una patria pompeyana. No la coronan ya culturas amables, ni la amenazan, ¡ay tiempos!, arrolladores torrentes que la anonaden. Y sin embargo… Es algo muy misterioso esta luz nueva, recién estrenada, que, a veces, bulle como una catarata y al minuto se duerme con una languidez pagana, acariciadora, susurrante.”
Recogido en La rueda de los ocios; Madrid, Alfaguara; 1972