Edición:Siruela, 2014Páginas:248ISBN:9788416120437Precio:17,95 € (e-book: 8,99 €)
Creímos cosas que se creen porque alguien, en algún rincón de nuestras historias, nos dibuja mapas del tesoro con pistas falsas. Luego, cuando esos mapas nos llevan al cofre prometido, saltan los candados y con ellos la sorpresa. Con el tiempo aprendemos que los mapas son de quien los dibuja, no de quien los persigue, y que en la vida sonríe más quien mejor dibuja, no quien más empeño pone en la búsqueda. Pág. 124.
«¿Por qué será que en esta familia nunca nos decimos las cosas que realmente importan?» (pág. 31). La pregunta la hace Amalia, una mujer de 65 años que ha logrado reunir a todos sus parientes para celebrar la Nochevieja en la Barcelona de nuestros días; una pregunta que, con seguridad, identifica un problema de comunicación propio de círculos familiares no ficticios. Esta vez, no obstante, será diferente para el clan de Amalia, porque todos los comensales —ella misma, sus tres hijos, su nuera y su hermano— tienen algo que contar, aunque algunos todavía no saben cómo expresarlo. Una madre (2014), que comienza con un guiño a Virginia Woolf («Mamá había dicho que ella misma compraría las flores.»), transcurre, como La señora Dalloway, en un día: el antes, durante y después de la última cena del año, una fecha destinada a señalar un cambio (otro más) en sus vidas.La novela, narrada por el hijo menor de Amalia, recurre con frecuencia al flashback para rememorar los acontecimientos que condujeron a los personajes a su situación actual. En todos pesa el recuerdo del padre que los abandonó hace pocos años, un hombre que anulaba a Amalia, por lo que su marcha no fue tan traumática como cabría esperar. Lo que sí supuso fue una transformación drástica: después de un largo matrimonio, Amalia empezó a vivir sola, a hacer nuevas amigas, a disfrutar sin los condicionamientos de nadie. Por esas mismas fechas, Fer, el narrador, rompió con su pareja y se vio obligado a mudarse a un estudio modesto. «Ha pasado demasiado tiempo en muy poco tiempo» (pág. 77), reflexiona. Estos hechos marcan el final de un ciclo para ambos, un final del que, contra todo pronóstico, se ha recuperado mejor la madre que el hijo. Palomas desmonta la creencia de que las personas de la tercera edad están relegadas a la quietud, al sosiego, mientras que los jóvenes se divierten. Superar una experiencia dolorosa y reinventarse a sí mismo no entiende de edades.De lo que sí entiende, sin embargo, es de excusas, de autoengaños, de pereza. Todos los personajes pasan o han pasado por esa fase de no atreverse a afrontar aquello que los atormenta: Silvia, la hija mayor, se refugia en el trabajo desde que un deseo muy íntimo se frustró; Emma, la mediana, tuvo que aprender a decir adiós; y Eduardo, el hermano de Amalia, oculta sus verdaderas emociones detrás de una imagen de tío despreocupado. El autor emplea el concepto de «ruido» como elemento que distorsiona la comunicación: las frases vacías y los lugares comunes de los que se habla cuando no se quiere entrar en lo importante. Este ruido, al mismo tiempo, ayuda a hacer más llevadero lo que les preocupa; actúa como la anestesia previa a la incisión, un calmante en forma de sentido del humor y trivialidad que sostiene los pilares de los lazos afectivos. En Una madre, es Amalia la que, bajo su apariencia despistada y sus chismes, no pierde detalle de lo que les ocurre a sus seres queridos y siempre está dispuesta a sacarlos del pozo («Esos ojos de madre que sabe cosas (que lo sabe todo), pero que prefiere no hablar porque entiende que la voz de una madre es, en muchos casos, la voz que menos cuenta», pág. 108).Amalia cuenta con el respaldo de su madre, Ester, la gran ausente. Aun después de su muerte, sus palabras reconfortan a los suyos, incluido Fer, a quien dejó un cuaderno que los une de manera especial. En cierto modo, la madre de Una madre también es ella, la abuela, puesto que, pese a tratarse de una secundaria, con ella comenzó la transmisión de valores en esta familia. Los fallecidos tienen un papel fundamental en la novela con la llamada Silla de las Ausencias, una genialidad que simboliza todas las conversaciones sobre los que ya no están —tan frecuentes en una comida familiar—, todos los pensamientos que se les dedican; y, a su vez, consuela a los vivos por la pérdida. El estilo de Palomas, elegante e introspectivo, estimula la reflexión acerca de estas crisis emocionales con un gran dominio de las elisiones y la tensión narrativa, como si el encuentro fuera una estructura circular llena de capas que se desvelan poco a poco, cuando a cada uno le llega su turno.El despliegue de las vivencias de cada personaje proporciona, asimismo, una visión de la clase media contemporánea, con referencias sutiles a la cultura popular (Operación Triunfo, música comercial, mensajes de Whatsapp) y la evolución urbanística de la ciudad. En un terreno más personal, destacan la naturalidad con la que se acepta la homosexualidad, el rol de los perros como miembros del hogar de vital importancia —fueron adoptados por Amalia y Fer cuando más necesitaban ese cariño adicional—, la incomodidad ante los parientes políticos —como ocurre con la pareja de Emma, percibida como la «diferente»— y la fragilidad de la gente mayor cuando se convierten en el blanco de los criminales. Aunque Palomas hace de la sonrisa y la ternura sus grandes aliadas para contar historias, se vislumbran píldoras de crítica social en la recreación de estos sucesos, sobre todo en lo relativo a los ancianos.
Alejandro Palomas
En suma, el novelista, poeta y traductor Alejandro Palomas (Barcelona, 1967) utiliza el encuentro para explorar los mecanismos de (in)comunicación entre los miembros de una familia. Con ello, deconstruye la idea convencional de familia feliz para apostar por una imagen más realista, más atenta a las complejidades de la relación, una mirada que recuerda a Anne Tyler y su maravillosa Reunión en el restaurante Nostalgia, también organizada en torno a una comida familiar. La obra, además, da una vuelta de tuerca a los tópicos de la madre entrañable y la madre luchadora, porque Amalia pone de relieve que el afecto convive con la claridad en los momentos decisivos y que no hace falta tener un carácter dominante para demostrar fortaleza. Quizá, por encima de todo, Una madre es una invitación a la vida, a no evitarla, porque «Esperar lo que nunca ocurrirá es una muerte demasiado horrible» (pág. 194) y por suerte hay madres u otras personas queridas dispuestas a mantener el equilibrio, a no dejar que los suyos caigan.