Título: Una madre
Autor: Alejandro Palomas
Editorial: Siruela
Año de publicación: 2014
Páginas: 242
ISBN: 9788416120437
Hacía muchos meses que no dejaba de leer en todas partes opiniones muy buenas de todas las
novelas de Alejandro Palomas
y especialmente de este libro, Una madre,
su penúltima obra. Por fin a mediados de abril pude cogerlo de la
biblioteca junto con El
año sin verano, de
Carlos del Amor, otro libro al que le tenía muchas ganas, aunque
quizá no tantas como a este, y devorarlo en un par de días. Pero
tal vez la palabra más adecuada no sea devorar. Lo he degustado, lo
he paladeado, lo he saboreado y me lo he bebido.
Y me ha gustado
tanto, tantísimo, me ha llegado tan adentro, me ha hecho sentir
tantas cosas, me ha transmitido tanto, que me ha hecho reír a
carcajada limpia y llorar a lágrima viva mientras no podía dejar de
leer y, al mismo tiempo, me daba muchísima pena terminarlo tan
pronto y no poder seguir disfrutando de esta obra maestra de la
literatura que, ahora sí, sé por qué recibe opiniones tan
positivas de todos los lectores.
¿Quiénes
forman nuestra familia? ¿Abuelos, padres, hermanos, tíos, primos?
¿Los que están a nuestro lado solo en los buenos momentos o los que
permanecen también en los malos? ¿Los que nos dicen solo lo que
queremos oír o los que se atreven a decirnos la verdad, por mucho
que duela, para hacernos reaccionar y salvarnos de nosotros mismos?
Alejandro
Palomas nos traslada en esta historia a Barcelona, una ciudad que,
como todas las grandes ciudades, puede resultarnos acogedora,
sorprendente, deslumbrante, fantástica y, al mismo tiempo, esquiva,
hostil, agobiante y opresiva. Una Barcelona que se convierte en uno
de los personajes de la novela.
Al
resto de los personajes los empezamos a conocer durante la tarde del
31 de diciembre, pocas horas antes de la cena de Nochevieja, cuando
Amalia y su hijo Fernando, Fer, ultiman nerviosos los detalles para
que nada falle y todo salga perfecto esa noche tan especial.
Amalia
tiene 65 años y por fin ha conseguido que toda su familia cene junta
la última noche del año. Su hijo Fer, sus hijas Emma y Silvia y su
hermano Eduardo. Amalia es una mujer maravillosa, extraordinaria,
valiente, entrañable, con una forma muy peculiar de ver la vida,
porque ya está de vuelta de todo, porque ahora le toca a ella vivir,
ser feliz y, por encima de todo, que los suyos sean felices, y está
dispuesta a todo para conseguirlo.
Un
personaje al que es imposible no cogerle un cariño inmenso,
incondicional, a pesar de sus desvaríos, sus locuras, sus teorías
absurdas, que la hacen todavía más inolvidable, más tierna, más
cercana, más nuestra.
Fer
es gay y no sabe vivir sin un hombre a su lado. No aprende, a pesar
de los muchos palos que le ha dado la vida, siempre comete los mismos
errores y ya se ha cansado de sufrir, de que le hagan daño, de que
le apaguen la luz de sus ojos de bosque alemán.
Emma
es lesbiana y está aprendiendo a rehacer su vida, que un día saltó
por los aires, se rompió y la dejó a ella también completamente
rota, hecha añicos. Silvia es la pragmática de la familia, una
obsesa de la limpieza, la que siempre hace todo bien, la
políticamente correcta, la que no tiene sentimientos, la que siempre
sabe lo que hay que hacer. Y Eduardo es el ojito derecho de su
hermana Amalia, el que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana,
porque todo el mundo le baila el agua y no solo le dejan seguir a lo
suyo sino que encima le ríen las gracias.
Aunque
tengo que confesar que desde el principio he sentido debilidad por
Amalia, Fer y Emma y Silvia y Eduardo me caían bastante mal, al
final les he cogido muchísimo cariño a todos. Porque todos me han
recordado a gente que conozco, amigos y familiares. Son personajes de
carne y hueso, cercanos, humanos, que van mucho más allá de la
credibilidad o la verosimilitud.
Personajes
a los que poco a poco vamos conociendo, su pasado, su presente, el
futuro que desean, sus sueños, sus anhelos, pero también sus
miedos, sus fantasmas, sus ausencias. Porque esta cena de Nochevieja
es especial, inolvidable, llena de humor, pero también de lágrimas.
Llena de silencios, de secretos, de mentiras, de confesiones.
Porque
todos tenemos una cara A que mostramos a los demás y una cara B que
intentamos ocultar y ocultarnos a nosotros mismos, aunque muchas
veces no lo consigamos. Una cena intensa, visceral, que nos recuerda
que en la vida hay que atreverse a llorar, reír, sentir, avanzar,
echar de menos, preguntar, querer, sufrir, recordar y, por encima de
todo, vivir.
Una
cena que nos habla de la necesidad que tenemos de amar y que nos
amen, de tener unos lazos que nos unan a las personas que queremos y
que nos quieren, aunque sean pocas, aunque no siempre sepamos quiénes
son.
Una
historia que nos recuerda la entrega, el sacrificio y la protección
de una madre dispuesta a todo para mantener a su familia unida y a
flote. Una historia que me ha movido algo dentro, muy adentro. Tal
vez haya influido que la leí justo cuando se cumplía un año de la
muerte de mi padre y de mi abuela materna. Un mes después de haber
muerto mi abuelo materno. Quince meses después de haber sido madre y
de haber perdido a mi abuela paterna. Muchas, demasiadas muertes en
muy pocos meses. Demasiadas pérdidas, demasiada gente que se va sin
despedidas, sin respuestas a tantos porqués. Demasiadas ausencias.
Tantas, que ya no caben en una sola silla...
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