El otro día bajé a la playa, llevaba mascarilla, gel de ese pringoso y todos los cachibaches propios de bajar un rato a la playa. Ya sabes, sobrilla, toalla, sillitas… vamos, “lo normal”. Como si nos fuésemos de expedición a recorrer selvas buscando a Livingstone. Bueno, el caso es que cuando conseguimos un sitio a unos cuatro metros de las sombrillas vecinas empecé a montar el campamento para descubrir que cuando estaba abriendo la última silla ya tenía detrás, pegado al cogote una familia entera de esas de radiocassette y señora pringando vástagos con crema solar como quien unta nocilla en el bocadillo de los críos. Cuarenta grados a la sombra, arena, sol abrasador… más que la playa aquello parecía alguna escena de aquellas de Lawrence de Arabia pero concurrida, muy concurrida. Como todos los años, igualito. Supongo que las quejas por lo del turismo será en playas más glamourosas porque en las normalitas, de andar por casa, como esta no es que se note demasiado esto de la nueva normalidad para mayor espanto de nosotros, los aborígenes.
Noté que mi vecino me miraba raro, como si un marciano hubiese aterrizado a su lado. Al final, después de que se diese cuenta de que me había dado cuenta (más que nada porque no le había quitado el ruidito que hace el móvil al hacer una foto). Me gritó algo sobre que no me había quitado la mascarilla. Por lo visto para ese señor aquello era intolerable el hecho de que ya apenas si noto que la llevo o no. Supongo que se habrá dado cuenta de que en la playa el “bicho” prefiere estar tostándose al sol en lugar de ir infectando. O puede que ocurra como cuando éramos criejos, jugábamos al “pilla-pilla”, nos subíamos a una silla gritando “CASAAAA” y no nos podían pillar. Así en todo, que si en la playa, que si en las terrazas, que si con los amiguetes… Demasiadas casillas-seguro se ven en este tablero de parchís, así nos van los números. Verás tu que risa cuando acabe el decorado de la campaña de verano.
Debe haber mucha gente como mi vecino de sombrilla porque a estas horas de la pandemia todavía está Eugenio, el policía del barrio, intentando meter en la cabeza a la gente que no se puede ir con la mascarilla de babero. Él es así, no le gusta demasiado multar porque dice que multas las justas, que no es cuestión de ir sembrando la fama de verdugo por el barrio porque después todo son quejas al ayuntamiento. A pesar de eso dice que a más de cuatro si les ha rellenado “la receta”, por descerebrados.
Aunque bien pensado igual lo verdaderamente descerebrado fue lo de apostarlo todo a la carta del turismo, nos ha salido rana. Pero es porque somos unos tiquismiquis. ¿Qué podía salir mal en eso de atraer al gentío, acumularlo en escasos kilómetros cuadrados, ponerles música hasta que se descoyunten el esqueleto de tanto danzar y regarlo todo con sangría? Nada, ¿verdad?. Puede que alguna vez aprendan algo de Jacinto, el calafate, que un día nos sorprendió al contarnos que para arreglar una barca primero deberíamos taponar las vías de agua para que no se vaya a pique y después si eso ya pintamos de colores vivos para que quede bonita. Esto puede que sea igual. Primero intentemos que el bicho no nos cause más bajas y después ya salvaremos, si podemos, la economía. Porque algo es evidente. Si te paras a pensar, en los muertos no hay economía que valga.