Imagen : Andrés Rueda
Muchos desde hace tiempo andamos buscando el momento en que la medicina sea verdaderamente libre e independiente. Una medicina que trate de anteponer los intereses de la ciencia a los del mercado, dirigiendo el foco central de atención al paciente y a su relación con el profesional sanitario. Que ponga a disposición del paciente las mejores intervenciones sanitarias, ya sea terapéuticas o diagnósticas, de una forma eficiente, respetuosa con el medio ambiente y con los derechos humanos y preservando los criterios éticos y legales que enmarcan el encuentro clínico. Y que todos los actores que intervienen en la cadena investigación-difusión-formación-implementación-publicidad no estén mediados por intereses no científicos, ya sean estos actores los organismos internacionales, la administración sanitaria, la industria farmacéutica, los pacientes y sus asociaciones, los medios de comunicación, los investigadores, los profesionales sanitarios y sus sindicatos, colegios y sociedades científicas, jueguen al mismo juego: conseguir una ciencia limpia y justa. Todo esto está muy bien, dirán ustedes. Pero ¿cómo conseguirlo? Algunos dirán que es imposible, que esto es una utopía. Otros que sólo una revolución nos devolvería el sueño. ¿Y cómo gestar la revolución, cómo conseguir el cambio que la sanidad precisa? Un amigo de esos que se suelen decir "del alma", piensa que no se puede pasar a la acción así porque así, que las bases teóricas son primordiales. Para tener argumentos con los que luchar, para conocer el enemigo bien, para no desviarse del camino, para saber con qué armas (pico y pala) luchar y cuándo y dónde usarlas. Teoría para conocer primero lo que no hay que hacer, para que después emerga del conocimiento y del ejercicio intelectual lo que hay que hacer. Porque si no daríamos palos de ciego. Acción sin pensar no sirve de nada. Desde luego no le falta razón a mi tocayo. Ejemplos tenemos muchos en la historia de la humanidad. Sin embargo, quedarse en el plano de las ideas es peligroso: el abismo en la confrontación entre lo posible y lo real nos puede volver locos. De hecho, es la antesala de la despersonalización. Algo así, quizá, es lo que le ha pasado a nuestra querida Atención Primaria. La consciencia del precipio es lo que nos lleva a quejarnos y quejarnos, sin aportar nada, sin proponer, sin construir. Por eso la acción no puede demorarse mucho: en palabras de Juan Gérvas, hay que superar la "cultura de la queja" y pasar a la "cultura de la acción". Ahora bien, ¿qué acción? ¿Cómo? Este fin de semana pasado leí un interesante artículo escrito por un universitario (¿?) llamado Carlos de la Rosa, titulado "¿Desde dentro o desde fuera? Cómo hacer hoy la revolución". Aunque el artículo se refería a la izquierda política y de cómo ésta puede hacerse con el control del Estado, hagamos una lectura en clave sanitaria. Para cambiar definitivamente el orden de las cosas hacia el sueño de una medicina no sometida podríamos fundar un partido político, ganarnos las simpatías de los votantes y hacernos con el gobierno. Pero eso no garantiza el cambio, ya que la colisión de intereses en juego, la mayoría de las veces externos, y por tanto, lejanos, hace caer en la parálisis: acabar con la tiranía del mercado e instaurar una nueva estructura económica más solidaria y justa que posibilite la independencia de la ciencia se hace una misión imposible si no nos siguieran los demás países, y el paraíso podría bien pronto quedar en un simple espejismo. La alternativa es presionar desde fuera. Pulsar. Romper las tensiones internas que se resisten a ceder, a cambiar. Forzar debates que renueven conciencias, que agiten voluntades, que muevan anhelos y ansias de cambio. Que pongan las cosas en su sitio: hoy ante una pandemia que ni es pandemia ni es nada, mañana ante una flagrante manipulación orquestada de la opinión pública y pasado ante la concatenación de flaquezas morales que siguen la estrategia del engaño. Internet lo permite: todos estamos de acuerdo. Los blogs sanitarios estamos en ello. Independencia y rigurosidad no nos falta. Vamos por el buen camino. Pero ¡basta ya de palmaditas en la espalda!: algo me dice que no es suficiente... Demasiado lejos, demasiado esfuerzo. Hoy te siguen 300, quizá mil o 30.000 (qué más da la cifra!!) pero ¿mañana? Lluvia de Agosto, que ni riega los campos ni llena los embalses ni calma la sed, si acaso embochorna más la atmósfera, haciéndola insoportable... El cambio debe venir de dentro, pero no del gobierno, sino de la estructura del Estado, sirviéndonos de ella. Parafraseando el artículo mencionado de de la Rosa, todavía son pocos los presidentes de sociedades científicas que comparten con nosotros este sueño. Pocos los directivos de las multinacionales farmacéuticas. Pocos los políticos, abogados y legisladores. Pocos los redactores de los periódicos o de televisión. Pocos los que dirigen las asociaciones de pacientes. Pocos los gerentes. Pocos los sindicalistas. Pocos los coordinadores de unidades docentes o los técnicos de salud. Pocos los médicos y enfermeras y farmacéuticos y trabajadores sociales y demás compañeros de los centros sanitarios. El cambio viene de la resistencia del día a día, como nos propone Ramonet. De la ocupación, silenciosa y comprometida, de la estructura del poder. En nuestro caso, desde cada consulta, desde cada curso, cada encuentro clínico, de cada profesional, de cada sesión clínica, cada congreso, cada noticia en prensa, cada visita de los "técnicos de información del medicamento", cada comentario de pasillo, cada reunión con el coordinador o director o jefe de servicio o gerente o consejero de turno, asumiendo (¿porqué no?) con valentía ser uno de esos coordinadores, directores, jefes de servicio, gerente o consejero de turno, desde el día a día, cada uno en su sitio y el horizonte siempre en cada mirada: !queremos una medicina libre ya! ¿Nos ponemos a ello?