Es tarde y llueve a cántaros aún bajo techo. Los relámpagos gruñen sobre las paredes y el respaldo de la cama. Las gotas de lluvia me acarician el rostro con toda su frialdad. Miradas hechas jirones me observan sonrientes desde el suelo, triunfantes por sobre toda la tristeza que soy capaz derrochar.
Restos de un amor perfecto se deslizan bajo mi dedo índice, iluminando con timidez lo que queda de mí. Escucho nuestro vals, que se deforma bajo mis sollozos y el tintineo de una argolla que dejé caer y que corre hacia un confeti de seda, encaje y tul.
Me haces tan feliz, decías aquel día. Mientras jugueteabas con mi pelo entre tus dedos. Levanto la vista hacia la repisa y aún laceran tus dientes perfectos congelados en aquel marco de fotos que no había necesidad de comprar, y que no entiendo por qué no he tirado. Total, ni combina con nuestra habitación.
Quiero estar contigo el resto de mi vida, repetías una y otra vez. Mientras pensabas en la otra vida en la que no me incluías, y de la que creías nunca me iba a enterar.
Prometo serte fiel, amarte y respetarte, acompañarte en la salud y en la enfermedad, y en el descaro. Votos recitados a conciencia, de memoria ante un público inexpresivo e ingenuo que observa una escena de felicidad ideal. ¡Cuántas sonrisas falsificadas entre todos! Cuántas copas levantadas a nuestro porvenir… Prefiero ya no contarlas, que me marea el recuerdo de luces y aplausos a nuestro alrededor.
Diez, veinte, cincuenta veces te creí, dedicándome a sembrar los frutos ya podridos de un mismo sueño dividido dentro de tres. Eres el amor de mi vida. Eres la mujer de mis sueños, la única que he amado, por la que daría mi vida… Se lo decías a ella también.
Mientras yo coleccionaba una mentira en cien fotografías, tú edificabas una verdad a escondidas.
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