Una mujer alta, delgada y con altos tacones y vestido ceñido, enfilaba el pasillo de un viejo edificio situado en una antigua zona industrial del sur de la ciudad. Se ahuecaba el pelo rubio platino y caminaba con decisión. Al llegar al número de puerta adecuado se detuvo y llamó firmemente con los nudillos. A los pocos segundos, le abrió un joven que a duras penas pasaría de la veintena. Ella se sorprendió y comprobó que el número de la vivienda fuese el correcto. El muchacho, acostumbrado a aquella reacción al verlo, abrió la puerta de par en par para que la escéptica mujer pudiera ver el interior del apartamento.
Adentro, el ambiente estaba cargado. Era una mezcla de sudor y un olor fuerte, como industrial. Cuando la mujer se habituó a la semipenumbra vio que, a pesar de la juventud del chico, sí estaba en el lugar correcto. Montones de fotografías se secaban colgadas en diferentes cuerdas que iban de pared a pared, un sofá lleno de objetivos y un par de cámaras, varios trípodes abiertos por doquier y una enorme mesa con unos cuantos recipientes llenos de diversos líquidos que la mujer del concejal imaginó como reveladores, fijadores o alguna sustancia así, inundaban todo. Ni rastro de ordenadores o algún tipo de artilugio digital. El chico era, a pesar de su aspecto, un profesional y sabía sobradamente que un ordenador con conexión a internet era susceptible de ser monitorizado por terceros. Solo trabajaba con fotografía analógica.
Un hombre con ligero sobrepeso se estiraba sobre el asiento del copiloto para abrir la puerta de su Mercedes. Acto seguido, entraba una voluptuosa mujer de cabello pelirrojo y que con marcado acento del este, regalaba exageradamente los oídos al conductor del vehículo. Inmediatamente después se lanzó sobre su cuello y comenzó a besarlo de forma obscena. El hombre, entre carcajadas, arrancó el vehículo pensando ya en la habitación del cinco estrellas que tenía reservada. A varios metros, en la penumbra, un joven disparaba sin parar su cámara, inmortalizando toda la secuencia.
Horas antes de aquello, la mujer que entraría en el apartamento del joven, se estiraba como un felino entre sábanas de raso. Acababa de acostarse con su amante, un empresario del mundo de la noche y dueño de varias discotecas y bares. Juntos, planeaban la extorsión y chantaje del marido de esta, un concejal progresista que juraba y perjuraba que nunca le había sido infiel. No había sido difícil para el amante de la mujer del concejal presentarle a este último a varias prostitutas traídas de varias repúblicas ex soviéticas y que, tras varias copas y algún gramo, el concejal quisiera metérsela a cualquier mujer que se le acercase.
Varios días después, el político paseaba a su perro cuando un joven de aspecto jovial se le acercó. El ego del concejal hizo acto de presencia y sonrió al chico, pensando que querría saludarlo o felicitarlo por su gestión. Al llegar junto a él, el joven se sacó del bolso central de la sudadera que llevaba un sobre abultado de color marrón y se lo dio al político, que lo miró extrañado. El hombre lo giró sobre sus manos tratando de buscar sin éxito un remitente y cuando levantó la vista el muchacho ya había desaparecido. En el sobre, con letra manuscrita cursiva y elegante se podía leer “Una mentira en cien fotografías”. Zorra, pensó el concejal. Era la letra de su mujer.
Visita el perfil de @Macon_inMotion