Parece ser que no sólo Van Rysselbergue mintió, sino también quienes le dijeron a la opinión pública que su mentira rayaba en lo ilegal, que ameritaba una acusación constitucional, y que ahora, sin previo aviso desisten de ejercer la legalidad en “pro de la verdad”.
La mentira, esa conducta humana de la que quizás nadie escapa ha sido un problema humano y filosófico desde hace siglos. Una cuestión ética y moral que ha sido foco de diversas alegorías y cuentos infantiles, donde se indica que mentir no es bueno, o al menos no recomendable.
Filósofos y pensadores de todos los tiempos la han tratado de abordar, analizar y criticar. Algunos la han justificado como un medio válido, cuyo uso depende de los fines pretendidos; otros la han cuestionado a priori como una falta ética, por ser una falta a la verdad o al menos a su búsqueda.
Cualquiera sea el caso, la mentira es un asunto complejo, en cuyo en torno siempre encontraremos justificaciones diversas -filosóficas, legales, técnicas- según quién la use, y el fin que con que lo haga. La actividad política no escapa a esos pretextos.
Cuando se desató la polémica en torno a las mentiras de Van Rysselbergue para obtener subsidios para no damnificados, algunos políticos enarbolaron diversas justificaciones en su favor, y otros levantaron sendas acusaciones en su contra. En todos los casos, se apeló a la ética, la probidad, la legalidad, la piedad, lo habitual que es mentir en política, y un largo etc. Todo parecía girar en torno a la doxa política, el mero sentir.
En esa dimensión, la discusión parecía no tener fin, porque en realidad no existe una sanción concreta para la mentira en política, cuestión no poco habitual, que va desde las promesas de campaña hasta las supuestas rivalidades entre élites políticas. Porque lo cierto es que la mentira es una práctica habitual en política y poco sancionada, se quiera o no.
No obstante, cuando se enarboló la posibilidad de una acusación constitucional, de inmediato se pasó del aspecto meramente político al legal. Entonces, la discusión comenzó a girar en torno a los límites jurídicos por los que camina la mentira en política y cuándo se podría constituir en una falta.
La posibilidad de una acusación constitucional implicaba que existían razones más allá de la mera doxa política para sancionar a la ahora ex intendenta de la octava región. Eso al menos parecía ser la situación hasta que los mismos que levantaron esa posibilidad legal, la descartan ante la renuncia de Van Rysselbergue.
Pero entonces surgen dudas ¿Si la gravedad de la mentira ameritaba una acusación constitucional por un imperativo ético, por qué se deja sin efecto ante la renuncia de la intendenta? ¿Es que acaso el tema jurídico no era tal o pierde importancia con la mera renuncia? ¿La acusación constitucional sólo fue otra mentira más dentro la natural mentira del show business político?
Peor aún ¿Eso no hace prácticamente cómplices de la mentira de Van Rysselbergue, a sus propios acusadores, los miembros del Congreso?
En el fondo parece ser que en todo esto, no sólo Van Rysselbergue mintió, sino también quienes le dijeron a la opinión pública que esa mentira rayaba en lo ilegal, que ameritaba acusación constitucional, y que ahora, sin previo aviso desisten de ejercer la legalidad en “pro de la verdad”.
Como es habitual en política, siempre tras una discusión hay dos dimensiones del debate: una que se reduce a la trinchera simplona de la política; y otra, la discusión profunda, donde se encuentran los temas de importancia radical, la Política. El caso Van Rysselbergue ha mostrado como la primera termina por dominar el debate público, mientras que la segunda pasa al olvido ante los ojos desatentos del público, aunque es la más importante.
Quizás no debería extrañarnos, porque lo que nunca se reconoce es que la mentira está presente siempre en política, en esa discusión de trincheras que tanto atrae al público y que tanto lo distrae.