Revista En Femenino

Una morena y una rubia

Publicado el 17 marzo 2014 por Hogaradas @hogaradas

Por Hogaradas
Una morena y una rubia. A esta última la conozco, vive en el barrio, en un portal aquí al lado. La veo a menudo cuando vuelve, imagino que del trabajo. El otro día estrenaba pantalones, era evidente, a las mujeres se nos nota cuándo estrenamos alguna prenda, unos zapatos, un bolso… Ella ese día estrenaba pantalones, blancos en concreto, y creo que botines también. Venía mirándose en todos los escaparates, en los cristales de las puertas de los portales, se miraba sus pantalones, sus botines.
Ayer eran dos, una morena y ella, una rubia. Su amiga había llegado a buscarla en su coche, aparcado frente a su portal, en doble fila. A ésta apenas pude verla, solamente su cara, sus ojos ocultos tras unas gafas XXL, su camiseta blanca que contrastaba con un bronceado bajo mi punto de vista excesivo. Ambas fumando un cigarrillo pegadas al coche, curiosamente al lado de la carretera, en el que podían ser vistas, conscientes de que su presencia llamaría la atención como así era. En el tiempo que estuvieron allí no hubo hombre que pasara en su coche y no se le salieran casi los ojos de las órbitas. Lo sabían, fumaban, charlaban, pero su mente y sus ojos, sobre todo sus ojos, estaban pendientes de todas esas miradas.
Acaban el cigarro, se meten en el coche y se van. Siento cierta envidia y me pregunto adónde, con quién, qué planes tendrán para este sábado en el que el sol ha vuelto a aparecer y a calentar el ambiente. Quizás no tiene ninguno, sólo el de perderse por las calles de algún pueblo de la costa, o de la propia ciudad, comer en alguna terraza disfrutando del sol e ir dejando que discurra la jornada.
Me recuerdo a mí misma ańos atrás, así, con el plan más apetecible, el de no tener ninguno, el de dejarse llevar de la mano de algún buen amigo o alguna buena amiga y dejar pasar el tiempo, disfrutando en cualquier rincón de cualquier lugar, en esta ciudad donde siempre encontrábamos ese lugar mágico en el que perdernos.
Siento cierta envidia, es cierto, pero a la vez una enorme pereza, tanta que inmediatamente pienso que no cambiaría mi situación privilegiada de espectadora en la terraza en la que me encuentro por ningún otro plan, que no cambiaría mi sábado por el de nadie. Un sábado cualquiera, con ningún plan, ninguno más que el de disfrutar de ese sol que nos caliente, del sonido de las conversaciones de quienes están sentados a nuestro lado, de los saludos de los vecinos, de la visión de quienes van y vienen acera arriba y abajo.
No, definitivamente no existe mejor plan para este sábado, pienso mientras el camarero nos ofrece un pincho para acompańar la cerveza y me saca de mi ensimismamiento.


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