Revista América Latina

Una muchacha muy bella de julián lópez, o el gesto reparador de la escritura

Publicado el 13 febrero 2020 por Adriana Goni Godoy @antropomemoria

https://scielo.conicyt.cl/pdf/actalit/n52/art_04.pdf

Un pacto de lectura singular

Una muchacha muy bella (2013), la primera novela del poeta argentino Julián López, plantea un interesante desafío a su lector. Por una serie de rasgos discursivos, parece encajar en un corpus ya bastante amplio: el de la narrativa reciente de la segunda generación, protagonizada por la figura del hijo de desaparecidos o militantes de la última dictadura argentina. Hasta ahora, esta producción ha sido escrita casi exclusivamente por hijos biográficos de víctimas de los militares (tales como Laura Alcoba, Félix Bruzzone, Ernesto Semán, Raquel Robles, Mariana Eva Perez 11), pero, como veremos a continuación, este no es el caso de López2. Sin embargo, su novela comparte con estos textos una búsqueda de nuevas modalidades de expresión de las experiencias de la dictadura. El más llamativo es el de elaborar una mirada transgresora, articulada desde el imaginario infantil, sobre ciertos tópicos de la dictadura y la militancia que muchos de estos hijos consideran fosilizados hasta el punto de dejar de reconocerse en ellos. Tal cuestionamiento se logra al poner en el centro del texto la tensión entre la familia y la militancia, operación que nos hace comprender la medida en que la elección de los padres, respecto a las armas, ha repercutido en las experiencias de sus hijos. Pero como veremos más adelante, se observa asimismo una toma de distancia con respecto a determinados discursos identitarios y prácticas de la memoria juzgados políticamente correctos y por lo tanto ironizados por narradores de textos como Los topos de Bruzzone o Diario de una princesa montonera 110% verdad de Mariana Eva Pérez (cfr. De Wilde & Logie, en prensa; Logie, 2015), y un rechazo a acomodarse en el papel de víctima.

Una segunda característica que esta novela comparte con las narrativas de “hijos” es el deseo de mostrar su herida desde otro lugar. Esto redunda en el rechazo del formato “testimonio” y la inscripción en el “giro subjetivo” (Sarlo, 2005) y en la retracción a lo privado, ya que el confinamiento en el mundo infantil obliga a enfocar la experiencia desde el ámbito doméstico.

Esta visión desde abajo no quita, sin embargo, que los textos de este corpus, al detenerse en una serie de detalles muy concretos, esbocen, aunque sea lateralmente, la sutil crónica de una época. En la novela de López, esta es contada a través de las minuciosas descripciones de memorabilia y costumbres que significan la década de los 70, como los Titanes en el ring, las faldas de tweed o el perfume Dulce Honestidad de Avon. Pero también emerge de los ecos de los discursos que circulaban en la Argentina de los 70 y que resuenan en el niño, como cuando cita a su madre, quien declara reiteradamente que la fiesta de Navidad es “la mentira más escandalosa de Occidente” (68, 88, 95)3. Todos estos elementos llevan a la recreación de las “estructuras del sentir” de aquellos años, unas pulsiones que, según Raymond Williams (1980), existen entre la conciencia oficial y la conciencia práctica, y que producen extrañamiento ahora por su efecto anacrónico.

Dicho esto, también saltan a la vista algunas características que hacen que la novela se salga de este molde. Es original en sus maneras inéditas de representar la figura de la orfandad, inéditas desde diferentes puntos de vista.

 Aquí comentaremos primero su pacto de lectura novedoso, reservando para los apartados siguientes su forma singular de explorar el trauma del protagonista y su intenso trabajo con la biblioteca. En términos genéricos, Una muchacha muy bella hace algo audaz porque sigue un camino hasta ahora poco explorado4. El caso es que el sujeto no enuncia desde una experiencia propia, autobiográfica, sino desde la ficción. Aunque el autor ha reconocido en varias entrevistas (por ejemplo: Friera, 2013) que sí tuvo una experiencia de duelo porque su madre murió cuando él era niño, se trataba de una muerte civil y no experimentó en carne propia el terrorismo de Estado. O sea que, si bien es un hijo metafórico o “afiliativo” de los años de plomo (la muerte de la madre de López ocurrió el 1 de junio de 1976), él no es una víctima directa de la dictadura pero le interesa explorar este límite entre ficción y dimensión autobiográfica. Dice que tardó muchos años en escribir la novela porque sentía cierta incomodidad, dándose cuenta de que un pacto de lectura autobiográfico constituyó durante toda una década el garante irrefutable de la legitimidad de esos textos. Temía, por tanto, la reacción del público al “apropiarse” de esta temática, pero al final el libro tuvo una muy buena recepción. Cabe decir que la novela de López tiene el mérito de haber desautomatizado esta asociación a un relato biográfico, perturbando la línea entre realidad y ficción, y permitiendo así que la temática de la segunda generación se abra a otros lugares de enunciación antes de poder convertirse, en una etapa siguiente, en “patrimonio de la humanidad”, como ya pasó con otras temáticas afines, siendo la del Holocausto la primera que viene a la mente.

Una niñez en dictadura

En Una muchacha muy bella, la mirada de un niño va reconstruyendo la vida en un barrio de Buenos Aires del pequeño con su madre soltera, guerrillera militante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), hasta el secuestro y posterior muerte de ella. Dos personajes solos, en medio de un paisaje brutal, llenos de vitalidad. La identidad de la muchacha se nos revela desde la primera línea: “Mi madre era una muchacha muy bella” (9), un calificativo que se repite como un mantra a lo largo de las páginas de la novela, sintomático de la ruptura de la transmisión generacional que tuvo lugar en aquellos años: la madre queda bella para siempre, “congelada”, como una muchacha que ya no envejece, mientras que el narrador, en el momento retrospectivo de la narración, ha superado ya la edad que ella tenía en el momento de su defunción.

El hijo, de unos siete años y dotado de una gran sensibilidad, vive en un aislamiento casi total e intuye, desde el inicio, la tensión de los roles incompatibles entre los que se debate su progenitora, los roles de madre, mujer y guerrillera que entrechocan todo el tiempo. El niño lo percibe, la ve llorar en silencio, devorada por el conflicto, pero no comprende el alcance de los acontecimientos. Hay un amor incondicional entre ambos, al tiempo que el hijo se da cuenta de que su madre no es como las otras madres y que él es un estorbo que le impide la libertad de acción, aunque por otra parte, al haber abandonado el padre el hogar, hay veces en las que adopta también el papel de cuidador, como un sustituto del padre ausente, cuyo físico (el pelo tan llamativamente pelirrojo) ha heredado a su pesar, y del tío Rodolfo, que deja de visitarlos muy probablemente porque ha desaparecido él también. La sensación predominante en la vida del niño es que está fuera de lugar, que forma parte de un universo borroso cuyas leyes ignora, rodeado como está de signos (los de la guerrilla clandestina) que no sabe interpretar: los gestos que percibe a través de una puerta entreabierta, los fragmentos de una conversación telefónica entre su madre y un interlocutor desconocido o las dieciséis letras de la tele que copia pasando un rectángulo de vidrio rojo en medio de una hoja de papel.

El lector puede adivinar adónde va la madre cuando confía a su hijo a otra madre en el Jardín Botánico o cuando lo deja al cuidado de la vecina Elvira, una anciana del interior bastante frívola, o solo, encerrado en la casa. Se imagina quién la llama insistentemente por teléfono. Pero este “no dicho”, esta preocupación constante crea una tensión que se hace cada vez más fuerte y, por momentos, asfixiante. Recorre toda la primera parte del relato que se engarza en torno a la Navidad del ’75. Se dibuja así un triángulo entre tres instancias: el narrador adulto que, al igual que el lector, conoce desde la primera página el desenlace inexorable de esta historia, pero que decide restringir su saber en función de la cognición incompleta del personajedel niño. Si la focalización está puesta en los recuerdos del niño, la voz narrativa y la composición del texto se articulan claramente desde el presente, lo que se observa en la narración muy densa y estilizada del adulto, y en el hecho de que ningún elemento textual es fortuito, todos apuntan a la catástrofe que está por llegar5. Y, justamente porque todos sabemos que a esa muchacha muy bella le queda poco tiempo, cada miniatura cotidiana (un traje de extraterrestre mal hecho para el espectáculo escolar, una cena con salchichas frías, el humo de cigarrillos 43/70) se va presentando con belleza delicada y hasta con sensualidad.

Pero precisamente por esta sensación de peligro inminente y de abandono periódico que no deja de acompañar al hijo, su anhelo por la presencia de la madre se vuelve más imperioso y saborea los momentos compartidos. En varias ocasiones se evocan escenas de una intimidad intensa que reflejan el idilio que viven juntos: escenas festivas y alegres, como las visitas dominicales a alguna confitería fina; o escenas sobrecogedoras, como cuando la madre, después de una de sus ausencias inexplicables, regresa a casa y se mete un momento en la cama del niño (52), y él intenta no dormirse para poder aprovechar al máximo esta sensación de cálida felicidad y de cercanía; o en la escena del abrazo (114-115), que condensa toda la carga trágica de la novela.

La novela se estructura en dos momentos que interactúan. Muchas imágenes y pistas sembradas en la primera parte cobran sentido en la segunda y funcionan como prolepsis ominosas en una relectura. En la primera parte (9-129), el narrador intenta ponerse en el lugar de ese niño de siete años, y su tono es inmensamente tierno, mientras que en el epílogo (131-157) se muestra lo que ha sido su vida después de la pérdida de la inocencia, la suma de tres ausencias: la de la madre, la del padre desconocido y la de un Estado de Derecho anulado. Encontramos al narrador ya adulto intentando reunir los fragmentos de su vida para dotarlos de un sentido y responder a la pregunta: “¿Quién fue esa muchacha bella?” (155). En esta coda, la atmósfera es dura y dolorosa, la voz ronca, despiadada y el hombre que emerge allí solitario y silencioso, alguien asomado al abismo. Se hace patente que ser hijo de padres desaparecidos no es un hecho del pasado, sino que sigue teniendo vigencia en el presente. El narrador lucha por forjarse un lugar de respiración propio y definir su propia identidad, pero sólo lo consigue a duras penas, no puede asumir su legado y, por eso, no logra continuar con su vida. Como el trauma causa una disociación de los afectos, se siente imposibilitado para el amor, como se desprende de la improductividad de la convivencia con su compañera Fabiana, la dificultad de levantar un hogar propio y su negativa rotunda a asumir la paternidad. La única excepción que se aprecia en este sentido es la relación íntima que mantiene con alguien de otra generación, su madre de adopción, Elvira, la vecina mayor algo cursi que lo acogió y sacó adelante después del secuestro y que ahora reside en un geriátrico. A ella, muy débil ya, la visita con frecuencia y siente una gran emoción en su presencia, esperando poder darle sepultura con sus propias manos, poder contar con un cuerpo y con un cementerio, mientras que la madre biológica le fue arrebatada violentamente y el padre desapareció de su vida de un día para otro. O sea, que la peculiar constelación edípica presente en la novela determina que la intimidad sólo puede funcionar a nivel intergeneracional.

Estrategias para no representar la violencia: la elipsis

La novela también es bastante radical en su forma de explorar una situación límite imposible de enunciar, porque constituye el reverso fantasmático de las historias que componen la “novela familiar” convencional. Sobre todo en la parte final, el trauma del narrador adulto se pone de manifiesto a través de una escritura quebrada y desgarrada.

Estudiosos del trauma, como Anne Whitehead (2004), han recalcado hasta qué punto las experiencias extremas producen fenómenos que se vuelven a encontrar en Una muchacha muy bella, tales como la temporalidad retroactiva de lo traumático que provoca la indistinción entre lo ocurrido entonces y ahora, y la disociación del yo. El acontecimiento arroja una huella mnemónica inconsciente que se conserva en estado de suspensión, de latencia, para ser recuperada más tarde, desfase que explica su elusividad inicial, su carácter reacio al discurso. No debe sorprender por tanto que, cuando a la cadena de enigmas e incógnitas en torno a las ausencias maternas ponen fin la llegada de los militares, el allanamiento del departamento y el secuestro de la madre, los hechos violentos se resisten a ser contados de otro modo que por refracción. A estas alturas, sólo caben las omisiones, que se condensan en un uso generalizado de la elipsis, esa técnica narrativa que consiste en no mencionar en el discurso sectores más o menos amplios en el tiempo de la historia. Por eso, a pesar de constituir el núcleo de la historia, la propia escena del secuestro no se representa en la narración, está fuera del alcance del chico. Todo el lapso de tiempo entre el allanamiento y la adultez es una ausencia inscrita en el corazón del texto. Muchas cosas no se nombran. Ignoramos, por ejemplo, cómo se llaman el protagonista y su madre y falta por completo el relato de la militancia. Sólo en dos ocasiones se encuentran referencias explícitas a la lucha armada: la amenaza de bomba en el colegio del chico, en medio de un acto, y el miedo palpable en las calles al paso de un convoy del ejército después del fallido asalto al Batallón Domingo Viejo Bueno por el ERP del 23 de diciembre de 1975, anterior al golpe militar. De esta última operación, en la que la madre no se animó a participar, nos enteramos sólo indirectamente, a través de la torpe maniobra del chico de copiar este nombre, Unidad Viejo Bueno, en su cuaderno.

Ahora bien, ya que la elipsis es un “vacío informacional” (Herman, Jahn & Ryan, 2008, p. 591), el lector debe rellenar mínimamente estas lagunas en el discurso para entender el relato. Reconstruye el mundo ficcional por analogía con la propia realidad experiencial (2008, p. 477), orientado por ciertas estrategias de compensación que halla en el texto. El narrador de Una muchacha muy bella usa diferentes técnicas compensatorias. En primer lugar, opta resueltamente por la condensación poética de un lenguaje figurado de alcance universal. Trabaja la catástrofe que arrancará al chico de su mundo desde las huellas materiales que deja (“mi casa estaba rota”, 129), al modo de un paisaje después de la batalla, y mediante el recurso a una simbología cósmica y bíblica. De repente, el niño sabe, la verdad se le revela por el choque con una luz fulminante. Esta luminosidad que invade todo el departamento funciona como un rayo apocalíptico, tanto más cuanto que marca el fin del régimen de la oscuridad, en el sentido tanto figurado (la niebla se ha levantado y todo aparece con una claridad meridiana) como literal (el fin de la vida clandestina). Y es que un código secreto que mantenían los guerrilleros determinaba que la luz apenas se filtraba por las hendiduras de las persianas del piso, que aquel día del secuestro estuvieron de repente completamente subidas. En esta iluminación final culmina, además, el juego de luces y sombras con todas sus modulaciones intermedias a las que se ha mostrado particularmente atento el narrador a lo largo de toda la novela. Las tonalidades que más a menudo se evocan son las de los tonos grises de la bruma o la niebla, la de la luz oscura y filtrada de los espacios interiores donde madre e hijo pasan la mayor parte de su tiempo en el recogimiento, o, como mucho, la luz “opaca, azulina” (21) en la que los envuelven las excursiones al Jardín Botánico de Buenos Aires. Pero cuando sobreviene la catástrofe, el lector ha sido preparado mentalmente sin que se hayan mencionado explícitamente términos como “militares”, “represión” o “desaparición”.

Y es que la sensación de peligro ha sido creada por una serie de indicios prolépticos organizados en torno a campos semánticos determinados como el del vacío amenazante (el agujero, el abismo), el trato cruel de los animales como premonición de la tortura o el del agua siempre letal (el mar, el río, el océano), compensándose de este modo la gran elipsis del secuestro. En algunos casos, tales prefiguraciones se anclan en detalles de la vida cotidiana con carga apocalíptica que mantienen al niño en un estado de alerta permanente, como el susto que le da la boca negra del incinerador cada vez que sale a depositar la basura. A veces interpretar los presagios requiere un conocimiento que está fuera del alcance de un niño de siete años: juzga, por ejemplo, incompatibles los objetos que están dentro de los chocolates que se le regalan -un gorila, un coche verde y una bruja desaparecedora (68)-, mientras que el lector sabe establecer la relación entre ellos y descifrarlos como sendos emblemas de la incipiente dictadura militar (antiperonista, falcón verde, la villana bruja Cachavacha, personaje de una historieta argentina). En otras ocasiones, los presagios se extienden al nivel macroestructural del relato y se organizan en redes. Aquí se observa una preferencia por el procedimiento del desplazamiento metonímico. Aparecen con llamativa frecuencia animales maltratados o moribundos. Estos actos gratuitos de maldad no dejan de ejercer cierta fascinación sobre el chico, como cuando se detiene en describir el espectáculo de un pichón de calandria que da sus últimos estertores en el balcón del departamento (1011) o la disección del sapo que hicieron en la secundaria (135). Pero es sobre todo en el campo argentino donde se vislumbra un germen del desenlace: la cacería de un ñandú bien podría ser el preludio de algo terrible (63-66). Si la picana eléctrica aún sirve para hacer milanesas (66), el escalpelo con el que se descuartiza al sapo cobra la forma de un auténtico instrumento de tortura y el anfibio se metamorfosea innegablemente en un ser humano al que se intenta sacar información: “Primero nos enseñaron a desvanecerlo con cloroformo, después a abrirle la piel del reverso con un escalpelo y a estaquearlo sobre telgopor con alfileres para que su naturaleza se quebrara cabalmente ante nosotros y confesara” (135-136, énfasis mío). Dentro de la misma lógica premonitoria, la sistemática asociación entre el elemento del agua y el peligro no puede sino prefigurar el destino probable de la madre, sobre la que se insinúa que morirá, como tantas víctimas de la última dictadura, arrojada desde un avión al Río de la Plata. Instintivamente el niño padece una verdadera acuafobia. Cada aparición del agua en la novela es aterradora, como la de la bañera en el baño de inmersión del protagonista cuando se queda solo e inmediatamente su imaginación se dispara: “la bañera podía abrirse como una compuerta hacia el océano y atraer a los tiburones más sanguinarios” (39). También se horroriza cuando, en una clase, acaba de enterarse de la existencia de fosas marinas en las Marianas, un fenómeno natural “monstruoso” capaz de tragarse a la gente (80). Se niega rotundamente a sumergirse en el mar y le entra pánico cuando ve bañarse a su madre. La idea le saca de quicio hasta tal punto que se convierte “en un decidor de salmos, en un rabí ahogado en su murmuración sicótica: que aparezca, que aparezca, que aparezca” (80-81). Cuando es testigo de la inundación que se produce el último verano que madre e hijo pasan juntos acampando, pasa, sin solución de continuidad, de la corriente que empuja con fuerza y la crecida del río al cuerpo del tío Rodolfo al que el niño ha dejado de ver y que echa de menos, pero que ahora es un tema tabú: “El río se venía y yo sabía que no podía preguntar nada, ni decir que extrañaba las tardes en que me venía a buscar para enseñarme cosas del país o para ir a jugar a la pelota” (124). Al estado de petrificación que el agua provoca en el chico hace eco una secuencia muy significativa de su vida adulta, la del buceo, que se comentará más adelante.

Algunas escenas rebasan la experiencia particular del chico que va a perder a su madre para situar la tragedia argentina en el marco de la historia de la humanidad. Ocurre cuando el niño queda conmocionado por una foto en sepia que ilustra la portada de una enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial encontrada en casa de su único amigo: Darío. La imagen de la montaña de zapatos, que activa en cualquier lector el signo del Holocausto, provoca su perplejidad, pero intuitivamente la identifica como premonitoria:

Tardé un rato en comprender qué era lo que estaba viendo. Tardé bastante más en darme cuenta de que me era imposible reconocer esa forma retratada en la tapa de ese libro que parecía un manual. Lo único que recuerdo era que en eso que veía había zapatos, muchos. Zapatos. Tal vez era una montaña de zapatos solamente, pero no me acuerdo bien. O tal vez eran zapatos impensables, zapatos que nunca antes había visto. Zapatos inenarrables (86).

La tentación del “Orfeo líquido”

Es llamativo que de esta novela no se desprende ninguna serenidad. No dice que es posible completar los huecos de sentido que existen en el relato de esta infancia, ordenarlos discursivamente. López privilegia claramente una focalización en lo fragmentario, que impide el cierre totalizador. Desde otra perspectiva, varios teóricos del trauma han hecho hincapié en el carácter tropológico y figurado de los textos literarios que recogen experiencias límite. El trauma no sólo se hace sentir en el nivel temático del texto, sino que su presencia también se estructura alrededor de la noción de repetición estilística (Whitehead, 2004, p. 120), como acabamos de ver.

En la segunda parte de la novela, llamada “epílogo”, se exploran los efectos del trauma y surge la pregunta de cómo vivir con la pérdida. Ya adulto, el narrador siente sobre todo desamparo. Ha quedado atrapado en lo que Dominick LaCapra ha denominado la fase de la repetición compulsiva o “acting out” (2005). En su escritorio hay “poca cosa y una foto” (152), una foto de él y de su madre de cuando pasaban las vacaciones cerca de Mar del Plata, en un balneario construido por Perón. En la foto se evoca un breve paseo que hicieron juntos rumbo a lo que prometía ser una playa, pero esta escena aparentemente placentera posee características ominosas, porque la playa resultaba ser otra cosa: un acantilado. “Lo que había era una escalera fastuosa que bajaba al canto de un precipicio, sin protección, sin señales que advirtieran el peligro” (154). Esta playa quimérica, que se termina en el vacío, esta caminata que se convierte en un escenario suicida, condensa tanto la derrota del proyecto revolucionario a la que se entregó la madre como la geografía de la vida del narrador, la sensación que arrastra de ir caminando permanentemente por el borde de un abismo, de ser un “quebrado” (150).

La fase de la parálisis culmina en otra escena más reciente, que hace eco a la simbología acuática anteriormente comentada. No puede ser una casualidad que el narrador adulto se sienta atraído hacia el buceo, deporte que practica con su actual pareja Fabiana. Cuenta que una vez estuvo a punto de abandonarse al magnetismo del mar, de dejarse abrazar por el agua: “Se me ocurrió aventurarme un par de patadas y ahí lo vi: el turquesa se oscurece concéntrico y es amable, no hay que hacer nada más que dejarse estar, es completo”. Cual un “Orfeo líquido” (151), el protagonista se siente hechizado por el pasado, un pasado que invade el presente y bloquea posibilidades en el futuro. Consumada irreversiblemente la muerte de la Eurídice que aquí se identifica con la madre, el narrador, como Orfeo, se encuentra trágicamente suspendido entre volverse y hacerse uno con la madre, o ascender de los infiernos, seguir de frente e intentar sustraerse al mandato de ser un buen hijo, un buen nieto (151). Finalmente, resiste y regresa del inframundo. Pero sus tentativas de superar la experiencia fracasan una y otra vez; sin quererlo, sigue siendo “el hijo de ese cuerpo en los días entre el secuestro y el final” (151).

LaCapra ha llamado “quehacer articulatorio” (2005, p. 46) a las operaciones que consisten en reconstruir la identidad del sujeto herido cuyo marco de referencia existencial ha sido desarticulado. En este contexto, el acto de enunciación por medio de la literatura ha sido indicado como una práctica que contribuye a poner en marcha la fase de working through o perlaboración (LaCapra, 2005). En su tentativa de transportarnos a su infancia, el narrador empieza, a duras penas, a componer una letanía que debería permitirle recuperar a su madre a través de una prosa poética.

Un trabajo con la biblioteca

Porque, a pesar de todo, la novela existe, el texto hace una apuesta que niega la inefabilidad de la experiencia vivida por el niño y se sugiere que podría ser fruto de los ejercicios de escritura del narrador. Otra de sus particularidades es que existe porque formula una apuesta deliberada por la escritura poética, en contra de cualquier tentativa de recuperación política. El texto cruza, de modo consciente y en diferentes niveles, la filiación familiar con la filiación literaria al elaborar una reflexión sobre la imbricación de filiación y biblioteca, filiación y enunciación y, por ende, filiación y ciudadanía. La apuesta por una escritura predominantemente lírica se encuentra en los dos niveles del texto: tematizada a nivel del relato y realizada a nivel del discurso.

A nivel del relato, la madre es retratada como una lectora voraz. En su mesa de noche siempre había algún libro, pero el protagonista sólo recuerda nítidamente tres títulos: La rama dorada de James Frazer, Cien años de soledad El varón domado, de Esther Vilar, una obra que provocó escándalo en su día porque su idea central es que, contrariamente a lo que la mayoría cree, las mujeres no son sojuzgadas por los hombres, sino que son ellas las que controlan a estos últimos. No es casual que una madre soltera se identifique con estas temáticas, como tampoco lo es su predilección por la poesía de Alfonsina Storni (1892-1938), con la que, aparte de compartir su condición de madre soltera, la vincula su transgresión de las normas de su época. En dos momentos estratégicos de la novela se citan poemas de Storni, “Bien pudiera ser” al inicio (13) y “La caricia perdida” (82) hacia el final de la primera parte. “La caricia perdida” (Languidez, 1920) es el poema predilecto de la madre. Representa a la mujer como sujeto deseante y responsable de su propio destino. Una inflexión erótica recorre sus versos, que hablan de roces, besos robados, caricias fugaces. Se trata de una caricia sin objeto, pero que al mismo tiempo libera a pesar de la soledad de la noche. Esta insistencia en la sensualidad apunta asimismo a la devoción amorosa entre madre e hijo. Por otra parte, de “Bien pudiera ser”, poema de Irremediablemente (1920), aparece un verso en el discurso del narrador, “Todo eso mordiente, vencido [y] mutilado” (13). El narrador lo pone en relación con las tentativas infructuosas de la madre de arreglar una sábana, y más en general, con la irresolución de sus gestos caseros tan anhelados por el niño. Saca a menudo los neceseres, pero siempre termina por subordinar las tareas del hogar a la causa política, subvirtiendo así el rol asignado a la mujer. Sin embargo, las preferencias literarias de la madre también reflejan su lado soñador y demuestran que no es una militante dura. A fin de cuentas, sus lecturas eclécticas otorgan ante todo protagonismo al placer de leer, un placer pocas veces alcanzado en toda su plenitud por falta de tiempo.

La actitud del niño frente a la lectura es doble, simultáneamente de atracción y de repulsión. Es cierto que el gesto de leer suspende las actividades rutinarias y une a madre e hijo en un ámbito de domesticidad, pero al mismo tiempo la lectura de la madre la aleja del niño al limitar su disponibilidad. El deleite que la madre encuentra en la lectura produce simultáneamente celos y fascinación en el niño, una fascinación que se apaga después de las primeras líneas, porque a sus siete años los libros aún le resultan inaccesibles. Es muy significativa al respecto la escena de la limpieza de la biblioteca que lleva a cabo la madre (78-83). Como lo hacían tantos intelectuales, ella quería deshacerse de cualquier documento comprometedor encerrado en estos volúmenes. Mucho más que por los propios libros, a fin de cuentas “lápidas que se amontonaban prolijas en un cementerio ordenado en la pared” (82), el niño se interesa por los objetos que contienen, como cartas o pétalos de flores disecados que hablan de la verdadera vida de su madre.

El propio autor ha declarado que ha querido rendir un tributo a la clase media ilustrada de los 70 (Friera, 2013), que a su modo de ver recibe demasiadas críticas injustificadas. Es verdad que parte de la cultura que esa clase media, a la que pertenecía la madre del protagonista, presumía poseer, estaba basada en un simulacro: la fe en la biblioteca como marca de distinción (85), el dejarse llevar por lo que tocaba leer más que por su propio criterio (como se desprende de la selección heterogénea de títulos, particularmente el de Esther Vilar), los viajes con los que la madre sueña, pero que no puede llevar a cabo (envía a su hijo postales de ciudades extranjeras desde el buzón de la esquina de la casa), o la visita a las confiterías finas donde también simulan, porque deben privarse de los dulces por su precariedad económica.

El narrador desnuda con sutileza lo que tenían en común las ideologías intrínsecamente violentas, aunque a primera vista diametralmente contrapuestas, de los guerrilleros (en su gran mayoría originarios de la clase media) y las Fuerzas Armadas: ambas se apoyan, en última instancia, en la estigmatización del otro contenida en la oposición civilización/barbarie que estructura el pensamiento argentino desde la Independencia. Tanto el tío Rodolfo como la madre abrazan los ideales eurocéntricos típicamente argentinos que sólo pueden tener su sede en la gran ciudad. La madre considera las facturas sofisticadas en las confiterías como el nec plus ultra del refinamiento y las postales que colecciona representan una naturaleza domesticada, cuyos emblemas pulcros son los tulipanes holandeses o la artificialidad del Jardín Botánico que visita con regularidad. Madre y tío comparten una obsesión por la higiene y la limpieza, que se manifiesta en su fobia a los parásitos que proliferan en los caramelos o en la pampa argentina. Una vez, cuando el chico estaba en el campo con su tío y dos peones, descubrieron algunos pajarracos que resultaron ser ñandús (63-66). Sigue una escena muy violenta en la que el peón desentraña al animal, cuyo interior está lleno de lombrices blancas. Con su cuchillo, el peón elimina “el mal”, la posible fuente de infecciones. De la misma manera, la vecina Elvira, pero sobre todo su hermana Désirée, encarnan la fuerza primitiva e incontrolable del “interior salvaje”, en este caso de la selva de Misiones. Es precisamente por eso que Désirée provocará una descarga hormonal en el chico: como un cuerpo que le atrae tanto porque es la contrafigura de todo lo que representa su madre. Por otra parte, este pensamiento que antepone la civilización a todo lo demás se vuelve contra madre y tío cuando a su vez son erradicados como “parásitos” en base a un discurso médico que paradójicamente manejaba el mismo tipo de criterios de higiene: la subversión presentada por el régimen totalitario como un mal que debía ser extirpado para limpiar la sociedad.

Pero, en última instancia, el narrador rescata los valores positivos de la clase media, porque le inspira simpatía el intento de embellecer una vida mediocre y, en lo que atañe a los libros, la fe en la lectura como instrumento de emancipación que, a su vez, procura una mejora personal mediante la instrucción y la tradición letrada. Este ideal se viene abajo tras el secuestro de la “muchacha”. Ocurre el día en que los militares entran en la vivienda y destruyen la modesta biblioteca casera. Justo antes de llegar al piso revuelto, aún en los peldaños de la escalera, el chico se agacha para recoger jirones de libros, la tapa rasgada de El varón domado. En ese momento, el protagonista aplica una lógica propia de los niños: como los libros le “arrebataban” a su madre, decide quemar las naves y se promete no volver a leer nunca más. El libro ha sido profanado por los militares y, en menor medida, por la guerrilla. La literatura ha perdido su aura al haberse visto reducida a un campo de manifestación y reproducción de discursos ideológicos.

En la segunda parte, el narrador ahora adulto rompe esa promesa y vuelve a leer, pero únicamente porque espera encontrar un tipo de refugio muy específico en la lectura frente a la realidad hostil: la distracción. Decide leer sin criterio porque considera que “leer es un ejercicio brutal de desmemoria: cada frase tacha la anterior, inscripción tras inscripción tras inscripción. Todas las letras son una letra, un borrón en el abecedario de manchones” (137). Sin embargo, se harta rápidamente de esta lectura consumista.

El grado cero de la escritura

Para poder hacer frente a su trauma, el protagonista busca desesperadamente un ritual propio (que piensa primero encontrar en el té, hasta el momento en que descubre que su afición por el té no es suya, sino también heredada, 145), “un legado en el punto cero, algo que empezara en mí y no tuviera nada de historia” (133) para dejar de ser nada más que el hijo devastado de la muchacha bella. Finalmente, el narrador decide buscar esta diferencia, conjurar la desaparición de su madre produciendo una escritura y esperando que ésta le permita respirar, romper los clichés y las identidades de constitución previsible. En un momento en que todas sus tentativas para construirse una identidad propia han fracasado, empieza a escribir, aunque quita importancia a este acto presentándolo como un mero balbuceo (“garabateo cosas”, 136). Parece ser un modo de rehabilitar al libro contaminado, de proporcionar una restitución. La escritura, un proceso arduo y penoso, aparece aquí como la contracara de la lectura de textos ajenos, en tanto que obliga al narrador a un tipo de recuerdo que atesora, como manera de saber quién es. Esta decisión de escribir su historia personal significa que quiere luchar por tener un espacio propio, pero permite asimismo canalizar una indignación, provocada por cierta recuperación política que, según el autor6, se hace de las víctimas en la Argentina kirchnerista. Con el gesto de la escritura, el protagonista quiere arrancar la memoria de una nueva reapropiación política, una nueva instrumentalización, la de una política de derechos humanos que, por necesaria que sea7, le obliga a enjuiciar a su madre, cosa que el narrador se niega a hacer, como se desprende de esta cita: “Me había acostumbrado a pensar que la muchacha bella había sido débil, que había sido fuerte, pero débil para quién, fuerte para quién, ¿quién pensaba esas cosas en mí, cómo se fueron construyendo esos pensamientos?” (151). La novela fue concebida, en parte, desde este hartazgo del discurso oficial “de escuchar eslóganes” (150), los eslóganes repetidos en el discurso institucionalizado del ámbito político, o sea, desde el rechazo a dejarse escribir por otros, de aquellos que pensaban las cosas en él. La novela se concibe entonces como una posibilidad de rescatar la singularidad de una experiencia, de crear una individualidad externa a este discurso colectivo a través de la ficción hecha de retazos mínimos. La memoria es anacrónica en sus efectos de montaje, de reconstrucción o de decantación del tiempo, un tiempo que desborda los marcos de una cronología.

Ahora bien, en el nivel del discurso, el mejor antídoto a la fosilización, la forma más adecuada de narrar “aquello” es, para López, a través de una depuración estilística, un lenguaje poético, la construcción de un punto de vista, una composición, es decir, de una forma resueltamente inactual que se le impuso al autor como la resistencia más apta contra la cristalización de la memoria. López no quiere escribir algo que “funcione” en el contexto de los discursos sobre la memoria ni instalarse en el gran relato de la Historia Oficial. Por eso, la forma que adopta no es la del testimonio ni la de ninguna épica heroica ni la de la tradicional novela de ficción, a pesar de estar escrito el texto en prosa. En cambio, el ritmo es absolutamente lírico, se emparenta con el de una lamentatio, un kadisj. En varios momentos decisivos del texto se alude a este exorcismo poético, y no sólo cuando se intenta resucitar a su madre. Cuando expresa su gratitud mezclada de tristeza ante la despedida de Elvira, el narrador observa: “Para esos momentos el lenguaje tendría que ser una invención, que de la nada más absoluta suene por primera vez la palabra inicial” (146-147). O, cuando le atormenta el abandono incomprensible del padre, tiene ganas de pronunciar la palabra “papá” como “un salmo mudo”, “para aferrarse a esa nada completa” (152). Además, las fuentes intertextuales en las que se sostiene la narración pertenecen a la poesía: si, como acabamos de ver, la primera parte se construye alrededor de la poesía de Alfonsina Storni, el epílogo menciona que la apatía general que siente el hijo fue sacudida por la lectura de un poema de Emily Dickinson, “Yo soy nadie’, un poema que lo afectó tanto que le hizo “aullar de dolor” (137). De este modo, el tiempo de lectura que se impone va en contra del principio de la aceleración que domina en los modos de lectura de hoy. El narrador, finalmente, rescata el valor de la lectura, pero lo radicaliza: leer debe ser un acto intransitivo, acompañarse de un proceso de escribir y articular emoción y cognición.

En Le degré zéro de l’écriture, Roland Barthes (1953) sostiene que toda escritura surge de la convergencia entre estilo y lengua, y que toda escritura está fatalmente atada a la Historia con mayúscula y a la tradición. Por consiguiente, ninguna escritura, ni la más despojada, puede pretender ser ideológicamente neutra, ya que siempre está atravesada por la doxa imperante. En Mythologies (1957, pp. 181-233), Barthes concibe como única alternativa el ideologizar el gesto de poetizar, operación que consiste en deshacer este corpus de prescripciones y hábitos que son la lengua. De acuerdo con semejante lógica, la escritura no es en modo alguno un instrumento de comunicación, sino un desorden que se desliza a través de la palabra oponiéndose a la lengua. Busca desmontar las alienaciones ideológicas y resucitar la experiencia vivencial partiendo de la mudez. La verdadera escritura levanta la voz contra el gesto de la apropiación. Si Barthes buscaba la transgresión en una escritura despojada a la cual tendía cierta novela contemporánea de su época, en López encontramos la voluntad de abrevar en la poesía, de desretorizar el discurso imperante a través de un estilo sutil, minucioso y vulnerable que no se presenta como natural, sino como profundamente construido, una prosa deliberadamente artística, porque sólo la escritura literaria -parece decirnos el autor- sigue conservando el privilegio de imaginar y elaborar un lenguaje límite.

Es llamativa esta elección por la artisticidad teniendo en cuenta la visión ahora dominante que cuestiona la especificidad de lo literario para proponer pistas que la descentran: el abandono de la literatura por una lógica en la que todo es posible (como en la discusión sobre la postautonomía de Ludmer (2010), una suerte de nueva formulación del fin de la literatura), la literatura como puro presente plano o la expansión de la literatura hacia otros campos. Sea como sea, muchas de las reflexiones críticas que se han publicado en los últimos años giran en torno a la transformación del estatuto de lo literario a partir del cuestionamiento de la idea anacrónica de la obra autónoma. A la hora de otorgar “valor” a un texto de principios del siglo XXI, el término clave del debate parece ser, pues, “proximidad”. Este cambio de perspectiva implicaría leer cualquier libro como formando parte de un movimiento que a partir de 2000 deja de lado la distinción literario/ no literario. El juicio estético ha perdido relevancia ahora que todo lenguaje configura un “tipo de materia y un trabajo social donde no hay índice de realidad o de ficción y que construye presente” (Ludmer, 2010, p. 156). Según Ludmer, la “imaginación pública” vuelve indiferentes todos los materiales lingüísticos con los que se fabrica una realidad sin afuera ficcional.

Mediante este pormenorizado análisis de los procedimientos retóricos y estilísticos puestos en obra en Una muchacha muy bella, esperamos haber demostrado que la novela de López se posiciona en contra de esta visión. Sería sin embargo erróneo sostener que esta narración, por explotar plenamente los recursos poéticos y considerar necesario un gesto de desideologización, contuviera una condena del compromiso político en sí. No está cerrada sobre sí misma, como se desprende de la escena final (157), que hace un guiño a la continuidad: el protagonista escucha la risa de unas chicas cartoneras debajo de su ventana y decide salir a la calle, porque espera que el encuentro con “gente” le cure de la asfixia de estar atrapado en su papel de hijo. Pero el compromiso más urgente de la novela reside en una apuesta fuerte por la escritura. Implícitamente, López defiende la operatividad de los juicios de valor estéticos. Es llamativo este punto de vista, porque se desvía de la doxa ahora dominante que precisamente cuestiona la especificidad de lo literario para proponer pistas que la descentren. Por el descrédito en que ha caído la ‘literariedad’, una literatura que hoy en día se define por su densidad estilística se convierte ya de por sí en una fuerza resistente. “La literatura, si sirve para algo, es para complejizar lo existente” (Vázquez, 2009, s.p.), son las palabras de Sergio Chejfec que encabezan una entrevista con el autor, y que resumen asimismo la postura de López. En un mundo cada vez más veloz y superficial, hay que valorar textos que desautomatizan nuestras percepciones e ideas. Frente a la sobreabundancia de eventos manifiesta en la época contemporánea, los criterios estéticos ofrecen, según López y Chejfec, las condiciones para garantizar la coherencia del campo literario y justificar su existencia como fuente de profundidad.

Notas

1 Para una vision de conjunto sobre la producción literaria de “hijos”, véanse los estudios de Ros (2012) y Reati (2013).

2 Aunque cabe matizar que, en este contexto como en el del Holocausto, el término “hijo” no solo se refiere a los vínculos parentales, sino también a todos los hijos cuya infancia o adolescencia estuvo marcada por la experiencia dictatorial. En esto, ciertos autores como Sosa (2014) siguen a Hirsch (2012, p. 36), quien distingue entre dos estructuras de transmisión de la memoria. La primera, que denomina “familiar”, designa la identificación intergeneracional vertical entre padre/madre e hijo/a. La segunda, “afiliativa”, abarca la identidad intergeneracional horizontal, que posibilita el acceso a la memoria de los “hijos” (es decir, hijos de las víctimas) por contemporáneos de estos. En la novela de López se encuentra un interesante cruce de ambos tipos de transmisión.

3 Todas las citas y las páginas entre comillas remiten a Julián López, Una muchacha muy bella (2013).

4 Existen antecedentes como Ni muerto has perdido tu nombre de Luis Gusmán (2002), El secreto y las voces de Carlos Gamerro. (2002) o Taper Ware de Blanca Lema (2009). Son también textos que, sin ser escritos por “hijos”, ponen en su centro esta figura. Sin embargo, la novela de López se distingue por la dinámica generacional en la que se inscribe y por su estatuto semi-autobiográfico, como se acaba de explicar.

5 Aunque desde articulaciones poéticas diferentes, este punto de vista triangular también se halla en otras novelas sobre el mismo tema, como La casa operativa (2007) de Cristina Feijóo y La casa de los conejos (2008) de Laura Alcoba.

6 La novela fue escrita “desde la bronca contra algunas cristalizaciones del discurso de la memoria empantanados en la idea del pasado” (declaración del autor hecha en Colonia, el 14 de octubre de 2014, durante el coloquio La niñez en tiempos de dictadura, 13 y 14 de octubre de 2014, Universitat zu Kõln). O en la entrevista con Mannarino: “El Estado te arrasa cuando te desaparece pero también cuando te recompone”.

7 Aquí es preciso subrayar el papel fundamental que ha cobrado la práctica de la memoria en Argentina a partir de los gobiernos de los Kirchner (2003-2015) y en contra de la amnesia menemista, que toma forma cuando se proclama el discurso humanitario como política de Estado, lo que se refleja en actos como la derogación de las leyes de perdón, la reapertura de los juicios a los militares, la apertura de los espacios de memoria… Por otra parte, esta misma política de los derechos humanos ha llevado a una expansión, pero simultáneamente podría traer consigo una inflación y hasta banalización memorialística en la “era global de la memoria” según la conocida tesis de Andreas Huyssen (2001), fenómeno que a su vez provoca reacciones. Dicho esto, no se puede negar que la memoria siempre es en sí un fenómeno político, por lo que quienes temen un exceso de memoria responden también a una agenda política propia.

Referencias

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