De entre todas las grandes derrotas que se registran en distintas épocas, pocas tienen tan acusado el componente de venganza de la historia, que experimentaron los alemanes en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Después de haber arrasado Europa con sus ejércitos, los nazis encontraron en la Unión Soviética a un enemigo formidable, dotado de inmensos recursos humanos y naturales, a la que estuvieron a punto de arrodillar en un par de ocasiones. Pero que al final el Ejército Rojo, aprendiendo de sus sangrientos errores, acabó devastando a la Wehrmacht, a pesar de que el país sufrió veinticinco millones de muertos. La misma autora reconoce el carácter absoluto y sin precedentes del desastre sufrido:
"Nuestra desgracia alemana tiene un regusto a náusea, enfermedad y locura. No se puede comparar con nada histórico."
Cuando penetraron en Alemania, los soviéticos llevaban implícito un irresistible deseo de ajustar las cuentas, estimulado por Stalin. Y es que las matanzas que los nazis habían organizado contra los civiles en territorio soviético no debían quedar sin respuesta. Como cuenta con detalle Antony Beevor en su magnífico libro Berlín, la caída, los soldados rojos no mostraban demasiados miramientos con la población alemana, que solía huir aterrorizada antes de su llegada (lo que sucedió sobre todo en Prusia y en el Este de Alemania), sobre todo porque pronto se labraron una justificada reputación de violadores y saqueadores.
Acerca de las atrocidades de los nazis en los países ocupados se han escrito ríos de tinta, pero los sufrimientos de los propios alemanes en los últimos años de la guerra no se comenzaron a estudiar en profundidad hasta hace pocos años. Porque bien es cierto que antes de la ocupación efectiva de su territorio sus ciudades y pueblos hubieron de sufrir salvajes bombardeos aéreos que destruyeron joyas urbanísticas como Dresde, Colonia, Hamburgo o el mismo Berlín.
Uno de estos habitantes del Tecer Reich que esperaban con temor y ansiedad la llegada de los rusos era Marta Hillers, una mujer de carácter cosmopolita y liberal que había visitado la Unión Soviética unos años antes. Respecto a su libro Una mujer en Berlín (hasta no hace mucho tiempo, un texto de carácter anónimo), se suscitó desde el mismo momento de su aparición una gran polémica acerca de su autenticidad. Al final, cuando se ha conocido el nombre de la autora, se ha podido corroborar que sus manuscritos de aquellos días son la base de la obra. En cualquier caso, la narración habla por sí misma al lector y exhala veracidad por los cuatro costados, sobre todo por el grado de detalle de hechos y descripciones, que solo podrían haber sido concebidas por quien estuvo allí.
Las anotaciones de Una mujer en Berlín comienzan el 20 de abril de 1945, cuando ya la capital alemana está a tiro de la artillería de los rusos y los civiles berlineses pasan casi todo el tiempo escondidos en refugios. La situación es confusa, las noticias se suceden, pero algo está claro: los soviéticos están asestando su golpe final a la Alemania nazi y llegan con ganas de venganza. La única duda es si esta última batalla durará días o meses, aunque todavía queda algún fanático que confía en la victoria de Alemania. Hillers, prefería que lo que tuviera que suceder, sucediera lo antes posible:
"A veces deseo que todo hubiera pasado ya. Tiempos extraños. Una experimenta la historia de primera mano, sucesos que luego serán canciones y textos. Sin embargo, ahora, en su proximidad se convierten en miedo y en pesada carga. La historia es muy pesada."
Como era previsible, nada más llegar al barrio en el que residía la autora, los soldados rusos se lanzaron a violar mujeres alemanas. Resulta impresionante en ocasiones el relato de la autora cuando ella es la víctima:
"huele a aguardiente y a caballo... entonces, el que está encima de mi deja caer lentamente en mi boca la saliva acumulada en su boca"
No importaban ni la condición física ni la edad. Muchas, algunas todavía prácticamente niñas, otras incluso ya ancianas, hubieron de sufrir violaciones múltiples, mientras los hombres arios superiores, que debían haberlas protegido, huían o se escondían del enemigo:
"Una y otra vez voy notando en estos días cómo se transforma mi percepción de los hombres, la percepción que tenemos todas las mujeres en relación con los hombres. Nos dan pena, nos parecen tan pobres, tan débiles. El sexo debilucho. Una especie de decepción colectiva se está cuajando bajo la superficie entre las mujeres. El mundo nazi de glorificación del hombre fuerte, el mundo dominado por los hombres… se tambalea y con él se viene abajo también el mito «hombre». En las guerras de antaño, los hombres podían reclamar el privilegio exclusivo de matar y morir por la patria. En los tiempos actuales, las mujeres también participamos. Este hecho nos modifica, hace que nos volvamos descaradas. Cuando acabe esta guerra tendrá lugar, junto a otras muchas derrotas, también la derrota de los hombres en su masculinidad."
E incluso en alguna ocasión, animaban a las mujeres a que no se resistieran, presumiblemente para evitar enfurecer aún más al enemigo:
"Nuestros hombres, me parece a mí, tienen que sentirse por fuerza más sucios que nosotras, mujeres maculadas. En la cola del agua contaba una mujer cómo un vecino la increpó en el refugio cuando los Ivanes se la llevaban y ella se resistía: «¡Vamos, vaya de una vez! ¡Nos está poniendo a todos en peligro!» Es una pequeña nota a pie de página sobre la decadencia de Occidente."
Así pues, durante días interminables, la mujer fue una especie de trofeo de guerra ofrendado a las tropas vencedoras. Como mal menor, Hillers intentó acercarse a algún alto oficial, en busca de comida y protección, aunque esta táctica solo podía funcionar durante algunas jornadas. Poco a poco los ardores bélico-sexuales de los soviéticos se fueron calmando y las prioridades empezaron a ser otras: la búsqueda de recursos básicos, la reconstrucción del amasijo de ruinas en el que se había convertido la ciudad y la convivencia con la nueva administración. Mientras tanto a los combatientes que habían crecido bajo un estricto régimen comunista, les asombraba la abundancia de la vida occidental y saqueaban todo lo que podían, poniendo especial énfasis en los relojes de pulsera, una especie de objeto de distinción social entre ellos, ya que en la Unión Soviética era prácticamente imposible conseguir uno.
Al igual que en el Ejército Soviético los contrastes eran muy acusados entre unos soldados de extracción campesina, primitivos y brutales y otros de carácter eminentemente intelectural, lectores de Tolstói o Chéjov, la ocupación soviética intentó alimentar a la población alemana, pero a la vez la usó sin muchos miramientos como mano de obra semiesclava en el saqueo industrial de Alemania, antes de que llegaran los aliados estadounidenses e ingleses. En cualquier caso, cualquier concesión de los soviéticos a la población era recibida con esperanza:
"Se nos pintó tantas veces en las paredes que las potencias enemigas nos llevarían a la muerte por hambre y a la completa extinción física, que cada pedazo de pan, cada alusión a que se nos va a seguir suministrando alimentos, nos deja pasmados. En ese sentido, Goebbels preparó perfectamente el terreno a los vencedores. Cada pedazo de pan de su mano nos parece un regalo."
Una mujer en Berlín es una obra maestra de la crónica histórica, escrito por una mujer que, mientras sufre la historia en sus propias carnes, es capaz de ser objetiva en las descripciones de lo que sucede a sus alrededor en un tiempo marcado por la incertidumbre absoluta acerca del destino propio. Si es cierto que la historia la escriben los vencedores, a veces la voz de los vencidos también puede llegar hasta nosotros, en forma de relato de quienes sufrieron la terrible sentencia bíblica: "ojo por ojo, diente por diente". Por desgracia suele suceder que la venganza recaiga en los más débiles e inocentes.