Sábado por la tarde. Casi siempre es sábado. Una rutina más entre miles de rutinas.
Las góndolas esperan repletas, alineadas, formando pasillos temáticos que huelen distinto.
La mujer entra arrastrando la puerta vaivén que dejará a su alma fuera.
No hay lista.
Los mecanismos repetitivos para los que está preparada, la hacen prescindir de una lista. Repetitivos y mecánicos. Así son los pasos y los movimientos.
Ve gente y en realidad no ve a nadie. Escucha murmullos de charlas ajenas, risas lejanas pertenecientes a otras felicidades. Parejas prontas a llenar alacenas, niños embadurnados con confites de colores, una viejita apoyada en el carrito de compras, un señor que se queja de los precios, un tomate que se cae y de pronto ella que se encuentra reflejada en el espejo que cubre la sección de la verdulería.
La imagen le devuelve unos ojos café profundo y húmedos, recostados sobre aureolas oscuras y perfectamente redondeadas, que completan las sombras de un rostro sin expresión.
Esta –la imagen-, intenta decirle algo pero sólo emite un sonido gutural y ahogado.
Ella –la mujer-, casi suplica que se calle, mientras una lágrima escapa de su ojo izquierdo y se lanza hacia el mentón pasando por la mejilla.
Todos los mecanismos de defensa y los escondites tan bien atesorados durante la semana, se volvieron obsoletos en el mismo instante en que el alma, abandonada adrede detrás de la puerta vaivén del mercado, se colaba para fugarse a la verdulería y hacerle una jugarreta la mujer adormecida.
Ese sábado se repitió durante muchas semanas.
Un encuentro obligado, un reflejo ríspido, un choque, un breve despertar.
Un ritual, en donde el rímel no alcanzaba a esconder la tristeza insondable de la pupila que habitaba el ojo izquierdo.