El tema de la monstruosidad como motivo artístico aparece, como mínimo, en el siglo XV o principios del XVI, con El Bosco y sus pinturas repletas de seres humanos deformados, con un toque de surrealismo muy anticipado para su época, con tal éxito que la tendencia se confirmó en el XVII con talentos de la talla de Rubens o Velázquez. El cine no escapó a la deformidad y ya en 1932, Tod Browning, que había trabajado durante un tiempo en el circo, realizó Freaks sobre un grupo de fenómenos de feria (un hombre-tronco, un hermafrodita, dos hermanas siamesas y, la última en integrar el elenco, Cleopatra, una de las mejores vampiresas de la historia del séptimo arte) y ha continuado, con muy dignos ejemplos del género, con Santa sangre de Jodorowsky, También los enanos empezaron pequeños de Werner Herzog o, la última hasta la fecha, El hombre elefante de David Lynch.
Con su cuarta película, el director Abdellatif Kechiche, conocido por su excelente Cuscús (Le graine et le mulet), abandona la actualidad, en su último trabajo titulado Vénus noire, para aventurarse en una historia del siglo XIX. Basada en hechos reales, el guión recoge una de las páginas más oscuras de la historia de la civilización europea moderna.
Saartjie, abandona su país natal africano con su antiguo dueño, Caezar, para exhibirse en las barracas inglesas como fenómeno de feria, La Venus Hottentote. El éxito es inmediato pero también el escándalo de una parte de la sociedad británica, que considera humillante este tipo de espectáculos y un atentado contra la libertad y dignidad de esta mujer de color. Tras un juicio muy popular en su tiempo, la compañía decide trasladarse a París donde continuarán las exhibiciones de Saartjie, en esta ocasión en los salones privados de la decadente aristocracia francesa. En un territorio impregnado por el espíritu de las luces, la Academia Real de Medicina, solicita alrededor de 1810, un examen de la morfología de esta mujer y, tras su muerte, consigue su cadáver que, una vez diseccionado y analizado, se exhibirá hasta hace muy poco tiempo en el Museo del Hombre de la ciudad de París.
El director, que proviene del teatro, ha optado por una puesta en escena directa, en la que lo más importante son las miradas, tanto de la protagonista como la de los espectadores, que expresan los sentimientos contradictorios que siente el público ante su presencia: atracción, rechazo, incredulidad y fascinación. Si existen coincidencias con El hombre elefante, en ambas la acción se desarrolla en Londres y en París, Abdellatif Kechiche ha escogido el esquema opuesto a David Lynch, no ocultando a su protagonista tras una sábana blanca (mítica escena de El hombre elefante) sino mostrándola de forma continua en su proceso de degradación.
El director ha sabido imponer la distancia necesaria en la película para que el espectador pueda, al menos, respirar frente a las magníficas interpretaciones de los protagonistas. Las tormentas verbales, a las que nos tiene acostumbrados, no aparecen en el film y dejan su lugar a una mirada de respeto por esta pobre mujer, que acabó en la vitrina de un museo. La película es impresionante (demasiado larga, casi tres horas, algo menos de metraje creo que hubiese añadido más fuerza a la narración) pero, de nuevo y por desgracia, la realidad supera la ficción.