Revista Cultura y Ocio

Una niña siria de cuatro años

Por Calvodemora
Una niña siria de cuatro años
Uno tiene que inventarse, probar a ser otro, mutar en el prójimo y ver la vida desde afuera, en las vidas que observamos y que no entendemos. Desde que los griegos inventaron el alma, en ese esplendor de las ideas, no ha habido progreso destacable. Seguimos fascinados por la posibilidad de hacer el bien o de hacer el mal, de ser rescatados y merecer el paraíso o de perecer y residir en el infierno. Seguimos abonados a la crueldad, aplicando el mayor esmero en mirar hacia otro lado, en disimular, en hacer ver que no va con nosotros, que el mal que sucede alrededor nuestra no es de incumbencia propia. Todo se ajusta al viejo argumento de pertenecer a un bando; no el argumento de que ningún bando es bueno o es malo enteramente, sino de que lo correcto es estar en uno de los dos, el de ocuparnos en cuerpo y alma (volvemos al territorio arcano) de que ese lado al que nos inclinamos brille, resplandezca incluso, y de que nosotros contribuyamos un poco a ese fulgor. Esta foto es de las más tristes que yo haya visto. No hay sangre, no se exhiben cuerpos rotos por la barbarie de una bomba, no hay una amenaza creíble que pueda anticipar la toma de una vida, pero duele más, hace pensar en el horror, ah el horror, todo ese horror primario de lo que no entendemos y que se aloja en el alma, en ese interior que los griegos descubrieron no sabemos bien cómo y en donde hemos depositado durante tres milenios los miedos y las esperanzas, las victorias y las humillaciones, los dioses y los demonios. 
El mal está en esta fotografía. La niña de 4 años que mira a la cámara cree que es un arma y levanta las manos, rindiéndose, repitiendo el gesto sencillo que ha visto cientos de veces probablemente, creyendo que no va a morir si las levanta lo suficiente. Porque la niña siria de cuatro años habrá visto morir la gente suficiente como para tener incrustada en su cabeza la idea de la muerte: una idea que no se tiene en una cabeza de cuatro años. Luego vendrá el mal, vendrá el cáncer del mal, extendiéndose, alojando su semilla terrible en los que lo miran sin actuar, pero cómo hacerlo, se pregunta uno, a qué acudir, cómo evitar que una niña de cuatro años, solo cuatro, no veinte, ni siquiera cincuenta, una edad ya provecta, crea que podrá salvarse si ejecuta ese gesto sencillo, porque no puede ser más sencillo. Un brazo y luego otro o los dos a la vez, con brío, haciendo ver a quien te apunta con un arma que estás decidido a no cometer error alguno y vas a rendirte. Te rindes para salvarte, eso es. La rendición es la puerta que conduce a la salvación. Hay gente que no se rinde, por supuesto. Y no levanta las manos y no desea que se les salva: prefieren la bala en la cabeza antes que la vida que les esperas, rumiando la traición a sus ideales, pensando en si merece la pena vivir después de todos los que cayeron por no levantar los brazos. No sabemos qué será de esta niña siria de cuatro años. Hoy ocupa la consideración mediática: su rostro serena, su no saber nada expresado en sus ojos, sus bracitos subidos, implorando clemencia. Palabras que no conoce: salvación, rendición, mal, bien, clemencia, barbarie, muerte. 
No vale ser otro: sigue uno siendo el mismo. No lo es desde el momento en que no puede hacer nada por remediar el mal, el mal visible, el inmediato, el que hacen que duelan los ojos al verlo. Y cómo extirparlo, cómo vencer su influencia. No hay forma, no tenemos medios, no podemos cerrarlo. Los griegos lo dijeron antes: el alma es un abismo, un vértigo, una fiebre. Si miras dentro, el mal que la ocupa te mira. Eso es de Nietzsche, que había leído mucho a los griegos y había concluído que el hombre es ante todo un animal que sobrevive siempre. Al precio que sea, siempre sobrevive. Y fascina la supervivencia, los argumentos esgrimidos para justificarla. Pero de eso nada saben los cientos de miles de niños que malviven o hieren o mueren en nombre de cosas que no se pueden entender nunca, por mucho que uno vea las noticias y se ponga en lugar del otro, en el del bárbaro, el que apunta a una niña de cuatro años de Siria y se plantea si apretar el gatillo o perdonarla. Ese umbral es el que da el subidón a los estúpidos: el disponer de la gracia del perdón. Imagino que por ahí va la cosa. Las guerras se hacen porque los soldados que las trazan y las despliegan disfrutan con lo que hacen, con ese oficio infame de perdonar o no hacerlo, de sentirse algo verdaderamente importante al portar un arma. Pienso ahora en el desquiciado coronel Kurtz de Apocalypse Now - o su origen narrativo, el coronel del África profunda que Conrad narró magistralmente en El corazón de las tinieblas. Pienso en esa cabeza calva. Dentro debía estar la respuesta al mal. La había visto en su deriva bélica. Pero no podemos entrar, no hay forma, no tenemos medios, no podemos franquear la puerta que nos veda el paso. Por eso Kurtz enloqueció. Por eso la niña siria de cuatro años levanta los brazos, rendida, sola, triste, perdida. 

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