Ella llega a la fiesta, nada formal, más bien una reunión de amigos y al poco ya se fija por primera vez en él, que habla poco y participa menos de lo que sucede. La cámara la capta nerviosamente, en un bucle de reencuadres que pretenden aprehender cada centímetro cuadrado de su cara, su pelo, sus gestos. No es una belleza, parece algo triste, quizá haya vivido más de lo que hubiese querido.
Escuchamos confusamente las conversaciones y también en algunos momentos se hace el silencio y sólo vemos su cara, primeros planos que procuran encontrar la intimidad, en un efecto de suspensión de la realidad que recuerda al arranque de "La captive" de Chantal Akerman, tan ambiguo; ya sospechamos por ese sólo dato que la mirada de él no es común.
Un gato se sube a sus hombros, inmediatamente se viene a la cabeza aquel del corto de Warhol, "Eat" diez años antes y algo ocurre; empieza a sonar una única y extraña nota, monocorde (ahora tan habitual en concursos y programas de televisión para crear ambientes tensos), que anuncia ese vínculo que se ha creado y que sonará ya toda la proyección.En un momento, la charla se desplaza más al fondo del encuadre, todos sentados en sofás. Ella lo mira de reojo a él, que no se ha movido de su posición y ahora parece que casi trate de contar el número de veces que ella vuelve la cabeza, con disimulo o abiertamente, en su dirección. De repente ella se levanta y viene a sentarse a su lado; conversa y le da fuego. Se abre el plano y por la izquierda del encuadre alguien le da a él sus muletas: la fiesta se termina y es hora de volver a casa. Ella, ya de pie, mantiene el gesto de interés, no sabe él si por cortesía o por valentía pero cuando él se ofrece para llevarla en su coche, retándola, ella acepta, un poco aturdida.
Corte al exterior del coche. Se despiden y el dice que la llamará. Ella acepta, más tranquila, sin gente ni necesidad de quedar bien delante de nadie. Se pierde en la noche.Han pasado diecisiete minutos. Sí, es difícil olvidar la impresionante apertura de "Behindert", el tercer largo (segundo en Alemania) de Stephen Dwoskin, pero quizá sea necesario para valorarlo justamente tanto olvidarse de la condición física de su autor (que ni esconde - desde el mismo título - pero que ni esgrime ni mucho menos aprovecha: sólo mira desde ella sin poder desprenderse de sus impedimentos) como de la vitola de artista de culto independiente que le persigue desde que sus obras se dieron a conocer al gran publico hace unos años, destapando para enojo de algunos a uno de esos llamados secretos mejor guardados del cine neoyorkino, con mezcla, como todo lo de allí; en este caso, rusa e inglesa.Simplemente asombrarse con lo que se ve.
Porque entrelazadas sus imágenes y sus silencios con los de "Scener ur ett äktenskap" de Ingmar Bergman - rodada un poco antes y que aportaría además al conjunto sus largas reflexiones que ponen palabras a lo que Dwoskin a veces sólo bosqueja - tendríamos uno de esos grandes conglomerados fílmicos que definen hasta dónde ha podido llegar el cine en su intento de diseccionar el muy complicado mundo de las relaciones de pareja.La mirada de Dwoskin, privada y casi furtiva de sí mismo, en principio no debería servir de mucho a nadie más que a él, con el agravante de que además en el film se habla muy poco y se adivina más que se deduce lo que pasa escrutando el rostro de ella: los momentos de ilusión, felicidad, de duda, de culpabilidad, de hastío o abandono, sin que el recorrido sea lineal y cabiendo la posibilidad de que estemos totalmente equivocados incluso con lo que nos parecen certezas.Pero algo universal y penetrante hay en todo lo que recoge su cámara, quizá involuntario y hasta más ético que estético, a pesar de sus audacias formales. Los rojos y los naranjas que rápidamente se buscan en la memoria como de Bacon, Hopper o Antonioni poco parecen querer comunicar más allá de iluminar esa tentativa mezcla de respeto a su libertad y demanda constante de respuestas que Dwoskin practica sobre su actriz, en muchos momentos, celosa de su intimidad.Causa vértigo el discurrir de las imágenes, que algo tienen impregnadas de esa carga mórbida o impúdica que trae a cuestas el cine desde que se propuso arrancar la verdad, revelar la intimidad, quitar las máscaras de las caras de sus personajes para que por fin expresen algo que callaban, desde Griffith a Jean-Luc Godard, con los más variados propósitos, escuchando como en "My girlfriend´s wedding" y también mirando, como en "Unas fotos... en la ciudad de Sylvia... y otras ciudades"."Behindert" curiosamente no anda lejos del cine que más se ha preocupado, bastardamente y sin carta de naturaleza, por la relación entre lo físico y los torcidos senderos de la psique, de Tod Browning a "Peeping Tom" y hasta Philippe Grandrieux, pasando por una extraña conexión con el cine de David Cronenberg (sobre todo "Dead ringers", "Rabid" y "Crash"), no sólo en la filmación del encuentro íntimo entre Dwoskin y Carola, que encuentro hermoso, tan perfectamente modulado y expuesto que evita por puro talento cinematográfico y por su pudoroso proceder, caer en un exhibicionismo feísta y espúreo - o, peor aún, sublimador y esteticista - sino en cualquier plano rodado en escaleras, en cualquier desenfoque, en cualquiera de las mudas escenas rodadas en la calle que parecen sacadas de "Les hautes solitudes".Precisamente y junto a Garrel, Stephen Dwoskin es una de las grandes pérdidas (quizá aún recuperables ambos y el primero se acercó un poco en "La frontière de l´aube") para el cine de terror y el fantástico, en el sentido en que pudieron probar una vez suerte en él Dreyer o Epstein. Probar los límites de lo entendible, adentrarse en lo mágico.Poco se puede añadir o poco se puede concluir del final del film, pero la emoción que comunica ese rostro que se eterniza en primer plano y luego, casi borrosa, su silueta caminando por las calles, como el reflejo en el cristal con el que se cierra, otra vez Garrel, "L´enfant secret", es indescriptible.