Revista América Latina

Una noche en el lugar más triste del continente, con el estómago vacío

Publicado el 17 enero 2011 por Sofogebel
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Por Augusto Assía
Un enviado de Clarín pasó la noche en un campamento de víctimas del sismo en Puerto Príncipe. Fue testigo de las penurias que padecen miles de haitianos.
Es difícil conciliar el sueño con el estómago vacío. Doy vueltas y más vueltas en el camastro. Tengo un hambre voraz. Huele raro, los jadeos se oyen a menos de un metro y no puedo olvidar que todo lo que he ingerido en el día son tres trozos de banana, cuatro vasos de agua y una sopa de zanahorias y repollo.
Lo primero que me despierta es un gallo, luego un bebé llorando y por último un predicador que, a gritos, pasea entre los plásticos con una Biblia en la mano anunciando “la segunda llegada de Jesús a la Tierra”. Cualquiera le hubiera mandando callar o le hubiera tirado un zapato a la cabeza. Pero a un año del terremoto, cuando en el boca a boca sólo se cuenta que el Demonio se quedó a vivir en Haití, el atrevimiento hubiera salido caro. Esos son los místicos, porque los más terrenales siguen pensando que el terremoto fue cosa de los estadounidenses.
Pero antes del predicador fue radio Metropole, encendida durante horas en la choza de al lado, la que no dejaba dormir a nadie. Y antes que la radio, los jadeos, el bebe llorando y el predicador, fueron varios jóvenes bebiendo Prestige (cerveza local) sin parar.
Son las cinco y media de la mañana y acaba de amanecer en el lugar más pobre y, posiblemente, más triste del continente americano.
Estamos en el campamento de “Campo Marte”. Rodeados de montañas de basura y moscas, frente a nosotros, está el derruido Palacio Nacional, varios ministerios, el mausoleo al padre de la patria Dessalines y la espantosa pirámide levantada por Aristide para conmerorar los 200 años de independencia del primer país libre de América Latina. La zona “noble” de Puerto Príncipe es una amalgama de restos de comida, villas miseria, vendedores ambulantes, buscavidas y escombros. Aquí amanecemos Joel Joseph; su mujer, Magali Jean; su hija, Estherland; su tía, Sintilia Telisnor y el periodista.
En lugares como éste se despierta cada día Joel Joseph, su familia y miles de personas. Porque cuando se hace balance del sismo de hace un año se utiliza siempre la misma frase: “Un terremoto que dejó 316.000 muertos y casi un millón de personas durmiendo en campamentos”. Pero, ¿qué significa dormir en un campamento? A la seis de la mañana, el asentamiento es un hervidero de gente sin oficio, ocupación ni ingresos. La fotografía de este instante es la de un muchacho semidesnudo enjabonándose, una señora friendo yuca, un tipo encaramado a una farola para sacar de ahí unos cables para llevar luz a la favela, una madre estirando las trenzas de su pequeña antes de salir al colegio y dos chicos jugando con los plásticos de la basura.
Acaba de salir el sol y la primera comida del día con la familia Joseph es un vaso de agua y tres rodajas de plátano frito.
Se habla poco y se come menos.
Una hora después, con el sol sobre los plásticos, tengo la sensación de estar viviendo en un asfixiante invernadero.
Joel está aquí desde hace más de un año, cuando todo se vino abajo en 35 segundos. Él y su familia se libraron por muy poco, pero no así decenas de vecinos y amigos mutilados y aplastados por un edificio de tres alturas que quedó reducido a un montón de escombros. Aquella tarde del 12 de enero de 2010 tomó un trozo de tela, se echó a la calle junto a los sobrevivientes y comenzó a dormir en la vereda junto a su familia.
El plástico que ahora nos cubre dice Unicef y fue donado por la cooperación internacional, pero a Joel le costó 200 gourdas (5 dólares) que tuvo que pagar al cacique local para que se lo consiguiera. Según dijo la ONU, 9 de cada 10 haitianos han recibido ayuda de emergencia. O la mala suerte se ceba con esta familia o estamos ante el único que no ha recibido nada de la cooperación internacional.
En la cabaña de al lado, en la que un matrimonio no dejó de hacer el amor durante toda la noche junto a tres niños, se lee “Fundación Carlos Slim”. Un puñado de carpas de campaña donadas por un tipo capaz de comprar el país.
Primero llenamos dos baldes de agua, luego barremos el interior de la choza y por último cargamos el celular gracias a la maraña de cables que llega de la farola. Hoy toca salir a buscar empleo así que Joel se lava con entusiasmo y saca de debajo del camastro un desgastado pantalón y una camisa antes de lanzarse a la calle.
Joel, de 42 años, regresó de República Dominicana un año antes del terremoto. Allí hizo algún dinero y aprendió español. La paradoja es que no encuentra empleo a pesar de dominar tres idiomas y ofrecerse como albañil en un país en el que hay que construirlo todo.
Pero la maldición de Joel y de Haití es la misma que parece acompañar a los intentos de la comunidad internacional por sacar el país adelante.
El primer jefe de la misión de la ONU en Haití se pegó un tiro en la cabeza. El general Urano Teixeira no aguantó la presión y se disparó en la habitación de un hotel de Puerto Príncipe en 2006. Cuatro años después, su sucesor moría aplastado por el terremoto y a día de hoy el hombre que ocupa ese puesto, Edmund Mullete, es un hombre eficaz y voluntarioso pero desbordado por un año cargado de calamidades; terremoto, cólera y elecciones.
El primero trajo la devastación, el segundo la enfermedad y el tercero la parálisis política del país.
La parálisis ha llegado al extremo de que el Congreso haitiano ni siquiera ha aprobado la ley que debe marcar las nuevas reglas de construcción en el país, lo que impide que se pueda construir nada nuevo con cemento.
Recorro a pie con Joel toda la ciudad, dejando un mugroso curriculm en el que sólo aparece su nombre, su edad, su teléfono y su profesión. Algunas de las 10.000 Ongs en el país o algún organismo internacional son los únicos que podrían contratarlo. Pero hoy tampoco hay suerte.
Joel ha querido impresionar al visitante con su disposición para trabajar, pero ayer se pasó todo el día en la cama porque después de tres días sin probar bocado, estaba tan débil que ni siquiera tenía fuerza para levantarse “No quiero robar a nadie. Yo no tengo esa forma de ser, pero cuando llevo varios días sin comer se me pasa cualquier barbaridad por la cabeza”, explica.
A las cinco de la tarde comienza a anochecer y regresamos sudando después de un intenso día pateando calles y tocando puertas. Unos familiares llegados del campo dejaron algunas verduras que su tía ha puesto a cocer. A las siete, la noche parece más negra y espesa que en ningun otro lado del mundo, tumbados bajo el plástico.
Tengo hambre. Un hambre voraz. No logro olvidarme de que lo único que he comido en todo el día son menos de 600 calorías, tres trozos de banana, varios vasos de agua y un pupurrí de zanahorias y repollo. Una experiencia de apenas 24 horas en un país que lleva un año viviendo así.
Fuente: clarin.com

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