Revista América Latina

Una nota breve sobre la argumentación pública a propósito de la discusión de la ley de aborto.

Publicado el 18 marzo 2016 por Arcorelli @jjimeneza1972

Intervenciones de diversos parlamentarios (por cierto, no todas) en contra de la despenalización del aborto fueron reunidas y diseminadas con el objetivo de burlarse de ellas. Para quienes las reunieron y las diseminaron era claro que la mera enunciación de dichas opiniones era suficiente motivo de ridículo. Eran opiniones que eran su propia parodia. Al mismo tiempo no parece haber circulado algo similar pero del bando contrario: Que de forma masiva se diseminara un conjunto de opiniones de defensores de la despenalización expuestas como ridículas.

Las asimetrías siempre son interesantes, creo, en un proceso social. En principio, en una discusión pública uno puede esperar críticas acerbas (‘esto es inaceptable’) y fuertes descalificaciones, pero el punto de partida es que las opiniones en juego son mínimamente decibles porque no son directamente sandeces. Pensemos en la discusión reciente entre Peña y Chomali sobre el mismo tema: Por más fuertes que eran las críticas, en ningún caso se ocupó el procedimiento que discutimos.

¿Qué indica entonces la circulación de textos que, insisto en ello, se presume que son tan insensatos que sólo pueden producir risa?

Partamos del siguiente supuesto: El conjunto de argumentos que se puede sostener en una discusión pública y que es aceptado en ella como teniendo al menos cierto sentido representa el espacio del sentido común, el espacio del disenso entre personas razonables. Lo que pasó ayer entonces sería que ciertas frases han pasado a salir de ese espacio del sentido común razonable. Esto representa, en principio, un movimiento: Cosas que antes eran posibles de ser dichas seriamente, ahora dejan (empiezan a dejar) de serlo. Y ello porque sólo generan escarnio para quien las dice.

No es la primera vez que ello ocurre. Algunos, en torno al tema en discusión ahora, han recordado frases dichas en otros debates que ahora también aparecen como sin sentido ahora: Mira que dijeron quienes ahora piensan tal cosa, dijeron cosas que ahora ellos incluso darían por claramente equivocadas. Las discusiones sobre la ley de divorcio o sobre el trato igual para todos los hijos han sido usadas. Por cierto, la intención de una de las frases escarnecidas (la referencia a la esclavitud) tiene el mismo propósito: en alguna ocasión se podía defender públicamente ella, pero ahora todos estamos claros que no es aceptable.

El uso del escarnio y la burla no es la única forma en que ciertas argumentaciones pasan de ser razonables a dejar de serlo. Pero es uno de los indicadores más claros que ello ha ocurrido: El ridículo muestra con certeza que no es necesario siquiera refutar o escuchar la posición denostada. Ha llegado a ser una argumentación cuyo mero decir es su crítica.

Con lo cual volvemos entonces a observaciones sobre cómo funcionan las argumentaciones públicas. Ellas pocas veces, y en particular en pocas ocasiones en el corto plazo, cambian la opinión de las personas. Lo que sí pueden hacer, y ello incluso en el corto plazo, es cambiar el estado del sentido común: Modificar el conjunto de afirmaciones y argumentos posibles de ser tomados en serio. Y ello, bien se puede argüir, no deja de ser bastante relevante al largo plazo.


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