Revista América Latina

Una nota sobre el concepto de modernidad

Publicado el 12 abril 2012 por Arcorelli @jjimeneza1972
(Se previene al lector que esto es más bien largo)
La modernidad es siempre uno de los conceptos cruciales de la sociología. Se puede plantear que el nacimiento de la disciplina dice relación con tratar de explicarse los cambios sociales que hemos venido en denominar modernidad, y que la sociología como disciplina es la ciencia social que intenta entender la modernidad (Giddens, 1977 [1973]). Pero una preocupación por la modernidad y por su desarrollo también se puede observar en varias de las síntesis teóricas más recientes: En el análisis de Habermas sobre una colonización del mundo de la vida desde los sistemas (Habermas, 1987 [1981]), o en la discusión luhmanniana sobre la sociedad de sistemas diferenciados (Luhmann, 2007 [1997]); claramente estamos ante perspectivas que intentan dar cuenta de la modernidad. De hecho, en general podemos plantear que una característica importante de la teoría social en los últimos años ha sido un movimiento desde las síntesis teóricas generales a una preocupación por el cambio social contemporáneo (Joas & Knöbl, 2009 [2004], pág. 463). En todo caso, es claro que en las ideas de Beck sobre sociedad del riesgo (Beck, 2006) o de Bauman sobre la transformación a una sociedad líquida (Bauman, 1999), estamos ante una preocupación por elaborar un diagnóstico sociológico de las sociedades contemporáneas.
La modernidad ha sido también parte relevante de la discusión en la sociología latinoamericana, y en particular en la chilena. Los conceptos de Morandé (1984) sobre una identidad no moderna, o al menos no en torno a una modernidad ilustrada; y la respuesta de Larraín sobre la relevancia de la modernidad para la identidad en nuestras sociedades (Larraín, 2001) son una muestra de la presencia de la modernidad en el debate sociológico. De hecho, perspectivas que en primera instancia podrían no estar asociadas a una discusión de la modernidad –como la perspectiva de la matriz sociopolítica (Garretón, Cavarozzi, Cleaves, Gereffy, & Hartlyn, 2004)- también están imbricadas en esta discusión. Una idea central en esta perspectiva es la idea de proyecto, y actores con proyectos se puede plantear es parte constitutiva de lo que es la sociedad moderna. Finalmente, está discusión también está asociada a las transformaciones del estado-nación (Garretón, 2008), que es una de las instituciones claves de la modernidad.
Es interesante a este respecto una característica que se repite varias veces en las discusiones de la modernidad, una además que en el debate local ha tenido una importancia incluso mayor: La modernidad entendida en términos culturales y subjetivos. En una discusión de la modernidad bajo la capacidad de auto-creación de los actores, claramente estos aspectos son los centrales para entender la modernidad. La discusión de Habermas sobre el proyecto de la modernidad (Habermas, 1989) no es un estudio solamente filosófico, los análisis de Taylor sobre los imaginarios de la modernidad (Taylor, 2006) también pueden entenderse como parte de esta visión de la modernidad. Los estudios de Inglehart sobre valores se entienden, finalmente, en torno a una concepción de la modernidad en que esta dimensión es crucial (Inglehart, 1997). Wagner (1997 [1993]) ha sido uno de los representantes actuales más claros de esta postura: La modernidad para él se centra en términos del proyecto de la modernidad –y en particular, la creación de sujetos libres y autónomos-, y la dialéctica entre libertad y disciplina organiza las etapas de la modernidad que diferencia: liberal restringida, estructurada y liberal ampliada. Como ya mencionamos, la discusión de Morandé (1984) y de Larraín (2001)es explícitamente una discusión de la modernidad en términos culturales. En última instancia, muchos sociológicos suscribirían a la siguiente declaración de Wagner: ‘hace más de dos siglos se registró en el nivel histórico y sociológico un cambio radical en los discursos sobre los hombres y las sociedades. Esta ruptura discursiva estableció las ideas modernas como significados imaginarios para los individuos y las sociedades e instituyó así nuevos tipos de temas y de conflictos sociales y políticos’ (Wagner, 1997 [1993], pág. 30).
Ahora, claramente esa no es la única forma de referirse a la modernidad. Hay otras dimensiones y otros procesos sobre los cuales también se puede discutir sobre modernidad. Uno de los argumentos más claros de por qué los aspectos discursivos debieran tener prioridad en un análisis de la modernidad lo entrega el mismo Wagner. En primer lugar, el cambio es más radical –más revolucionario y más rápido- en lo que concierne a las ideas que en lo que concierne a las estructuras. En segundo lugar, los cambios más estructurales no fueron experimentados por las personas hasta mucho tiempo más tarde: por ejemplo, los medios de comunicación de masas no entraron en la experiencia cotidiana de las personas hasta muy desarrollado el siglo XIX o incluso principios del XX (dado que dependen de procesos de larga duración como la escolaridad).
Ninguno de esos argumentos parece muy crucial. Aunque los cambios estructurales pueden ser muy lentos no dejan de ser ‘revolucionarios’ en sus efectos. Y no hay que olvidar que los cambios discursivos también lo fueron: la aparición de nuevos discursos modernos puede haber sido una ruptura radical, pero los discursos tradicionales no desaparecieron abruptamente. Y en relación al segundo es crucial reconocer que una estructura puede afectar la vida cotidiana de las personas sin necesariamente estar presentes en su experiencia: el desarrollo de los mercados mundiales puede afectar comunidades relativamente aisladas; y la industrialización produce efectos en sociedades que no la experimentan. La guerra industrial, y no hay que olvidar la importancia del conflicto militar como una de las dimensiones de la modernidad (Giddens, 1985), es uno de los casos más claros: las armas modernas y sus municiones requieren de procesos industriales, aun cuando sean usadas en contextos ‘no modernos’. En última instancia, en sociedades que experimentaron la conscripción y la escolarización masiva –ambos cambios asociados a la modernidad- no se puede decir que la experiencia no haya afectado a las personas comunes y corrientes. Como bien lo plantea Hobsbawm, si uno exige que para que un cambio estructural sea revolucionario sea un cambio que afecte de manera simultánea a todos los sectores de la sociedad, entonces prácticamente uno ha planteado que esos cambios son imposibles (Hobsbawm, 1997, pág. 117): El crecimiento en la Revolución Industrial fue modesto, y las industrias con cambios radicales ocultadas por aquellas que seguían siendo más tradicionales, pero esto no obsta para observar que esos sectores que estaban sufriendo cambios fundamentales estaban produciendo efectos de gran importancia.Fernand Braudel iniciaba su obra sobre Vida Material, Economía y Capitalismo (Braudel, 1979), con una visita imaginaria a Voltaire. Su principal intención es mostrarnos que si bien al discutir con Voltaire nos encontraríamos un mundo muy familiar; al pasar a la vida cotidiana y a los bienes materiales, nos encontraríamos con un mundo muy extraño. O para usar otro ejemplo, cuando De Vries y Van der Woude defienden la idea que la economía de la República de las Provincias Unidas era ya una economía moderna son estos los aspectos que enfatizan por ejemplo en relación a la población: ‘In a Europe where population change still revolved around some combination of land, food prices, mortality crisis, and peasant norms,. The relevant factors in the Republic had become: jobs, urbanization, migration, marriage age, a modern experience’ (De Vries & Van der Woude, 1997, pág. 689). Algunos de los factores son culturales, pero no todos lo son.
Estas son transformaciones cruciales que diferencian nuestro mundo del mundo pre-moderno, y no son transformaciones capturadas en esta centralidad de la discusión sobre la cultura. Y parece que una discusión que no diera cuenta de ellas está abandonando algunos aspectos centrales de la experiencia de la modernidad. Por cierto que la discusión discursiva y subjetiva en torno a la modernidad se refiere a procesos muy reales en relación a ella: Existe tal cosa como el proyecto moderno, y hay tal cosa como la aparición de sociedades donde aparecen sujetos, y sujetos históricos en particular. Estos representan cambios cruciales para entender las sociedades contemporáneas y no pueden ser olvidadas. Pero no son los únicos.
Hay otras dos dimensiones que también sufren transformaciones que parecen ser relevantes en torno a la discusión de la modernidad. Al menos son coetáneas con la ruptura discursiva y subjetiva mencionada anteriormente: una dimensión institucional y una dimensión ‘material’.
En relación a la primera, se puede decir que las sociedades modernas son sociedades en las que ocurren cambios como los siguientes: con alta urbanización, que son afectadas en su vida cotidiana (aun cuando ellas no participen activamente) por la industrialización, son sociedades con medios de comunicación (que permiten desacoplar la participación en actividades sociales de la información sobre ellas), son sociedades donde amplios espacios de la vida social operan a través de organizaciones, y en particular sociedades donde el trabajo asalariado se transforma en una de las bases de la organización del trabajo y donde la vida económica se organiza en torno a ‘firmas’ y ‘compañías’, sociedades donde existe y la vida social se ve afectada por el desarrollo de la ciencia (y en particular, de esa mezcla de matemática y empiria que caracteriza a las ciencias naturales desde el siglo XVII en adelante).
Y estos corresponden a cambios que también son rupturas radicales. En lo que se refiere a la urbanización, no existen sociedades con niveles de urbanización cercanos al 80% en sociedades pre-modernas. El hecho que recientemente el nivel de urbanización global haya superado al 50% representa un nivel de urbanización más alto que el de cualquier sociedad pre-moderna. Los medios de comunicación como tales son prácticamente una invención de la modernidad: el periódico, y todos sus descendientes, son una invención de estas sociedades (Thompson, 1998 [1997]). Es interesante el hecho que no se puede simplemente decir que los medios impresos son una consecuencia de la impresa: China y Japón –que conocieron la imprenta, y que conocieron una industria editorial relativamente masiva (Matsunosuke, 1997)- no conocieron los medios de comunicación. La organización como forma social no es un invento de la modernidad, las primeras organizaciones aparecen con el desarrollo de las primeras sociedades complejas, pero el hecho que gran parte de la vida social se experimente a través de organizaciones, que gran parte de los ‘problemas sociales’ se resuelvan institucionalmente a través de organizaciones sí se puede plantear es una característica de las sociedades modernas (Coleman, 1990). Y de hecho, la corporación como estructura organizativa –con la creación de una estructura divisional, con la creación de directorios etc.- sí se puede plantear fue una creación de la modernidad (Ekelund & Tollison, 1997; Pomeranz, 2000), creadas por los requerimientos del comercio colonial, la compañía holandesa (la VOC) con sus propietarios accionistas, sus directores (los Heeren XVII) y su dirección general (su CEO si se quiere) en Batavia tiene varias similitudes con sus descendientes contemporáneos (Adams, 1996) Y estas transformaciones a su vez han tenido profundas influencias y han estado muy imbricadas entre sí. La formación de los mercados modernos –donde el mercado ya no se refiere a un espacio concreto donde se realizan transacciones económicas, sino a un espacio abstracto- requiere de las comunicaciones ‘modernas’: sin ellas no sería posible disociar lugares del mercado. De hecho, en la ‘modernidad temprana’ esa ligazón era crucial: la función de un Amsterdam como entrêpot del comercio mundial se basaba en la cercanía física entre todos los lugares centrales que organizaban el mercado, desde la Bolsa hasta los lugares de almacenamiento, que era lo que permitía la existencia de un mercado coordinado (De Vries & Van der Woude, 1997). Del mismo modo, uno podría pensar que la relación de la ciencia con los medios ha sido crucial en el desarrollo de la ciencia como institución: los resultados científicos se diseminan a través de esa institución que es la revista científica –que es un tipo de medio finalmente. Es la publicidad de la ciencia, si se recuerdan las concepciones de Merton al respecto, una parte esencial de lo que constituye la organización social de ella; y el paso del secreto a la comunicación por carta a la revista científica uno de los pasos cruciales.
Los cambios que hemos mencionado son todos ellos cambios institucionales, referidos a las formas que sigue y que tiene la vida social. Y estos cambios operan a través de distintos contextos de cultura y de sentido: el hecho de vivir en contextos urbanos y con una presencia constante de medios es algo que caracteriza a casi todas las sociedades actuales, independiente de si en sus aspectos discursivos o culturales se pueda discutir si son modernos. En relación a sus pautas culturales se puede discutir si Chile o Latinoamérica sean modernas, pero en relación a los aspectos recién discutidos sencillamente no se puede. En todos esos aspectos, se asemejan más a los Estados Unidos o Francia de lo que se podrían asemejar a una sociedad del siglo XV.
En este sentido, esta dimensión institucional puede entenderse como una forma de ‘tecnología social’ de la modernidad, Pensada de esa forma, la modernidad es equivalente, en cierto sentido, a la formación de las primeras sociedades complejas, en las que el nacimiento del Estado, la escritura y las ciudades también implicaron un cambio en la formas básicas de organización social (Maisels, 1999). En cierto sentido, si uno recuerda el análisis de Marvin Harris, son sociedades que el lenguaje del parentesco como organizador básico de la vida social (Harris, 1979). Y en ese caso también estábamos ante un cambio que cruzaba a través de diversos contextos culturales, y que se resiste a ser explicado solamente a través de los discursos y de los sujetos.
En relación a la segunda dimensión, que hemos denominado ‘material’ podemos establecer algo similar a lo dicho anteriormente. Bajo estas perspectiva, las sociedades modernas son sociedades donde se experimentan aumentos gigantescos en el uso energético por parte de la sociedad, con aumentos de la productividad que son de una escala mucho mayor que antes de ella (Voth, 2001), en que el aumento de la población es también notable, y donde el aumento de la calidad de vida, medida en indicadores físicos tales como la esperanza de vida y la estatura media de las personas, ha sido también de una gran envergadura. En última instancia estamos hablando de sociedades en las que, por vez primera, la mayoría de la población no trabaja directamente en la consecución de alimentos (de hecho, esto no es sólo una novedad en las sociedades humanas, sino en la vida biológica general). Este es un cambio que, por decirlo de alguna forma, futuros arqueólogos y futuros paleontólogos podrían descubrir, es un cambio que está en nuestros ‘huesos’ (tanto en lo que se refiere al número de ellos como a sus características como la estatura). Cuando pensamos en los efectos ecológicos de la sociedad moderna estamos pensando en estas dimensiones. Aquí la diferencia no es que las sociedades pre-modernas no sufrieran catástrofes ecológicas producidas por ellas mismas, dado que sí lo experimentaban y producían (Diamond, 2005); sino nuevamente en su escala; ninguna otra sociedad había tenido la capacidad para afectar la concentración de elementos en la atmósfera. El ejemplo de sociedades pre-modernas que produjeron catástrofes ecológicas también servirá para criticar a quienes sostengan que son atributos de los discursos y conceptos modernos los que producirían problemas ecológicos, y que eso no ocurría en sociedades pre-modernas más adaptadas y más cercanas a la naturaleza. Eso sólo ocurre, si se quiere en el discurso del ‘buen salvaje’, pero ese es un discurso típicamente moderno.
Nuevamente nos encontramos aquí con un cambio fundamental. En relación a este cambio aquí la modernidad es equivalente al neolítico: también un cambio básico en la materialidad de la vida social: el paso a un régimen productor de alimentos (a la agricultura y la ganadería) desde un régimen recolector también produjo cambios centrales en la demografía de las sociedades y en el uso de recursos. Es interesante hacer notar que no necesariamente este cambio implicó un cambio en la tecnología social –sociedades basadas en pequeños grupos podían vivir en ambos regímenes-, por lo que la relación entre cambios de esta dimensión y cambios en la dimensión institucional no necesariamente están asociados. En todo caso, lo que es claro es que tampoco son estos cambios que tengan una relación necesaria con la dimensión discursiva y subjetiva. Nuevamente, el aumento de la población cruza diversas culturas, y el aumento de la esperanza de vida ha ocurrido en contextos culturales muy distintos.
Las dimensiones anteriores también son aspectos de la modernidad, y una discusión de la modernidad que no las aborde es necesariamente una discusión incompleta. Por cierto, ninguna discusión requiere abordar todas las dimensiones de un tema, y probablemente abordar todas las dimensiones sea una expectativa irrazonable; pero es relevante de todas formas tener conciencia de que dimensiones no se abordan.
Quizás más que de la modernidad, lo que se puede decir es que son transformaciones que ocurren al mismo tiempo que los cambios del proyecto de la modernidad. Son cambios que claramente se desarrollan en los siglos XIX y XX, y que tienen sus raíces en la ‘modernidad temprana’ (los siglos XV al XVIII). Es interesante plantearse la pregunta de si esta ocurrencia contemporánea implica una asociación necesaria de estas dimensiones o si fue una situación contingente que llevo a tres cambios no conectados a ocurrir en el mismo momento. No es imposible que estas transformaciones se dieran conjuntamente debido a una serie de circunstancias históricas específicas y no a una necesidad de los procesos como tales (que tendrían como requisitos la ocurrencia mutua de ellos).
Podemos observar entonces lo siguiente. Estos cambios inicialmente ocurrieron en Europa (Hobsbawm, 1997). La asociación entre la modernidad y una cultura, y toda la discusión en torno a ello, se debe a esa circunstancia. Si la modernidad, como hemos visto, supera las características específicas de una cultura, entonces esa asociación no es necesaria: culturas distintas pueden tener instituciones modernas. Pero quizás se podría argumentar que para que las instituciones y la materialidad moderna emergieran, independiente de su expansión posterior, fue necesario la existencia de una cultura y subjetividad particular. En ese sentido, uno puede entender una tesis ‘weberiana’ sobre la modernidad (i.e su relación con un proceso de racionalización, que sería culturalmente específico al Occidente) como una tesis específicamente histórica, pero no estructural. Por cierto que es discutible si fueron características culturales las que diferencian a Occidente, otras hipótesis se han desarrollado al respecto; y recientemente la idea que lo crucial para el desarrollo de las formaciones sociales actuales fue el hecho que no surgiera en Occidente una formación imperial ha adquirido cierta relevancia (Giddens, 1985; Wallerstein, 2004). Sin embargo, esta discusión nos muestra la importancia que puede tener el distinguir y tomar en cuenta todas las dimensiones del cambio moderno que hemos analizado.
En cualquier caso, no hay que olvidar algunas de las razones del énfasis en los aspectos subjetivos y de proyecto. No es tan sólo que esos hayan sido también cambios que ocurrieron en la modernidad, sino que son cambios que tienen implicancias de suma relevancia. En particular, nos referimos a su impacto para entender el tema de la política: Porque las dimensiones discursivas de la modernidad, en tanto auto-creación de los actores, son dimensiones que afectan el funcionamiento de la política y que dicen relación directa con ella. Pero las otras dimensiones que hemos mencionado, la institucional y la material, si bien pueden ser (y regularmente lo son) afectados por la política, no son creados en ella y por ella. Los cambios que permiten que en una sociedad sólo pocos se dediquen a la producción de alimentos, o que permiten el desarrollo de medios de comunicación, pueden ser promovidos o detenidos por la política, pero no son creados a través de procesos políticos. En última instancia, regímenes políticos de diverso tipo y con diversos objetivos y propuestas han existido en el siglo XX y XXI y el proceso de urbanización se dio a través de estos distintos proyectos: incluso aunque existieron proyectos anti-urbanos (pensemos en Pol Pot) el hecho que estas sociedades están asociadas a la urbanización emergió incluso a pesar de ellos. En otras palabras, si uno quiere enfatizar y entender los aspectos políticos de la modernidad es la dimensión cultural la central. Las otras dimensiones representan elementos sobre los cuales la política juega y opera, pero no son dimensiones que se entiendan primariamente a través de la política.
La discusión sobre la modernidad, como hemos visto, es finalmente una discusión histórica. Y en este sentido, la comparación histórica es siempre crucial. Para entender lo que es específico de las sociedades modernas, es necesario comparar con otras sociedades. De hecho, pensemos en la antigüedad clásica. Se puede argumentar, Castoriadis en cierto sentido lo hace (Castoriadis, 1975), que la idea de sujetos autónomos –que se crean a sí mismos- es parte de la civilización griega clásica, y por lo tanto un atributo que no diferenciaría a las sociedades de los últimos siglos. Al fin y al cabo, sabemos que la discusión sobre la buena constitución –o sea, sobre la forma en que debemos organizarnos- era parte de la discusión política y filosófica de esas sociedades. Si asociamos la modernidad a sociedades con mercados desarrollados –donde la gente adquiere los bienes que consume comprándolos- uno puede mencionar que mercados desarrollados, llegando al nivel de algunos bienes básicos, eran conocidos en el imperio romano y que sabemos que existían ‘marcas’, o al menos, una versión muy básica de ellas) en torno a la alfarería (Dyson, 1992; Ward-Perkins, 2005). La asociación entre secularización y modernidad no sólo muestra sus límites con la discusión de casos contemporáneos como la experiencia de Estados Unidos: Uno puede encontrar sociedades pre-modernas relativamente seculares. La sociedad tradicional china basada alrededor de un pensamiento ‘confuciano’ que no es sobrenatural, o la situación de las élites de antigüedad clásica, donde la religión tenía una presencia relativamente menor también nos muestra que la secularización y la modernidad no necesariamente van de la mano. Incluso más allá de lo anterior, podemos plantear que algunos de los cambios de las sociedades contemporáneas, que incluyen crisis de las instituciones de la modernidad clásica (Beck & Lau, 2005), en varias circunstancias implican un renacimiento de formas institucionales que habían ocurrido en otros contextos previos. Por ejemplo, no deja de ser interesante que para ilustrar la estructura de los ejércitos medievales un autor haga la siguiente comparación con organizaciones contemporáneas: ‘The situation of medieval states varied between that of the United Nations and NATO in the late twentieth century. The UN has no operational forces of its own but has to rely on voluntary efforts from its member to enforce decisions, while NATO as an organization controls part of the armed forces of its members but has to rely on a broad political agreement if they are to be used operationally under NATO control’ (Glete, 2002, pág. 12). La creación de una familia donde la mayoría de sus miembros trabaja, y donde una parte relevante de las ‘tareas domésticas’ se consigue en el mercado en vez de ser producidas en el hogar no es un desarrollo de las sociedades contemporáneas, es un desarrollo de la modernidad temprana y precede al invento moderno del hogar del ‘ganador de pan y de la ama de casa’ (De Vries, 2009 [2008]).
Estos ejemplos también nos hacen ver otro de los problemas clásicos de la sociología para entender la modernidad: Al reducir todas las sociedades no modernas al molde limitado de la ‘sociedad tradicional’ no se puede observar la diversidad y especificidad de esas otras formaciones sociales, que es lo que a su vez permitiría una comprensión más adecuada de la modernidad. El par tradicional-moderno, heredero del Gemeinschaft - Gesselschaft de Tönnies, siempre ha resultado insuficiente para entender ya sea la sociedad ‘tradicional’ como la sociedad ‘moderna’.
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