Revista Cultura y Ocio

Una "novena" atípica...

Por Gabrielaamar
Crónica con aguinaldos
Rosario Cárdenas Téllez
Empanadas de la novena en Niza
Una de las cosas que más extrañaba de Colombia cuando vivía en Francia era el calor y el color de las novenas navideñas. Y ahora, que he vuelto (como en una milonga fugaz) me reencuentro con familias y amigos que llenaron de espumas mi juventud.
Pasé una atípica novena en una vieja casa del barrio Niza antigua en Bogotá. Beatriz Mallarino Carrasquilla, una vieja amiga que siempre nos convoca para estas fechas quiso leer la novena y luego hacer una fiesta. Beatriz es de una legendaria familia bogotana, de esas que viven nombrando apellidos como en La cantante calva de Ionesco: todo un resfriado! Aun así, Beatriz dejó atrás tanto abolengo y vive más libre. Por eso aun tiene amigos por fuera de su círculo. Y que círculo!
Leer la novena es una tradición que siempre me fue más bien esquiva mientras viví en Colombia, pero luego, cuando los calendarios se fueron deshojando de par en par en lejanas tierras, empecé a extrañar ese ambiente familiar de aquellos diciembres, como se escucha decir en las emisoras de AM, las únicas que resisten el paso del tiempo. Leer la novena era algo que hacíamos con frecuencia cuando estábamos en la universidad. Nos reuníamos después de los exámenes finales y cantábamos villancicos en el coro de la Facultad. Después terminábamos en El Viejo Almacén de Marielita en La Candelaria, y bebíamos aguardiente tarareando tangos inoxidables. De eso han pasado ya veinte años. Ahora nuestro pasado se nos revelaba de hierro. Era como si nuestras sombras aun estuvieran en la universidad, dando vueltas-en-el-aire por la Calle 45. Pero ahora, al lado del Humedal de Córdoba, todo se veía tan lejano. Solo hablábamos de nuestras viejas anécdotas “auténticas y vividas”. Alguien dijo que este sábado habría una gran fiesta tango-salsera en El Viejo Almacén, pero sé que no iré, pues tengo una novena en La Vega con mis abuelos.
A la novena de Beatriz llegamos pocos, solo cinco. El resto de amigos viven fuera del país. Nadie trajo instrumentos y nos contentamos con nuestras desabridas palmas, pero cada quien trajo algo para la novena: uno trajo natilla, otra buñuelos, otro aguardiente, otra cigarrillos y yo traje hielo y un viejo LP de Gardel donde está la canción “El brujo”, la única de su repertorio compuesta por un colombiano, pariente lejano de Beatriz (o mejor, por un colombo-panameño, como me lo contó una vez una de mis maestras-vida):
“como fruta que endulza el ensueño
y que amarga también el dolor
fue para ella mi carne sensible
y diome su boca, nefasto licor...”
Y todos brindamos, como dice Cortázar en su cuento Torito.
Beatriz, la dueña de casa, nos ofreció empanadas caseras, de una receta de su abuela, adoptada desde hace unos años por una de sus tías para un lujoso restaurante de Bogotá a quien no le quiero hacer propaganda gratuita. Son empanadas gruesas como las chilenas pero más crocantes: de queso, quesadilla y carne. Las empanadas se fueron convirtiendo en las magdalenas de Proust.
En las casas de enfrente todo era distinto, familias numerosas cantaban y las casas resplandecían de tanto adorno. Incluso algunos se animaron a jugar con pólvora un rato (apenas unos castillitos y unas incunables chispitas Mariposa). La novena se esfumó entre las últimas copas de la noche, hacia la 1 de la mañana...

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