Con la imposición de la ceniza comenzábamos el pasado miércoles el tiempo de Cuaresma. En ella nos preparamos a celebrar el Misterio Pascual. Su duración de cuarenta días evoca el periodo que pasó Jesús en el Monte de la Cuarentena, orando y ayunando, antes de emprender su misión salvadora.
Como Jesús, también nosotros emprendemos un camino de ascesis, interioridad y oración para dirigirnos espiritualmente al Calvario, meditando y reviviendo los misterios centrales de nuestra fe. De este modo, celebrando el misterio de la Cruz, nos prepararemos para gozar de la alegría de la Resurrección.
El pasado miércoles participábamos en un rito lleno de simbolismo, la imposición de la ceniza, que contiene una llamada apremiante a reconocernos pecadores, a rasgar nuestros corazones, como nos pedía el profeta Joel, a convertirnos y a volver al Señor. Se nos invitaba a convertirnos y a creer en el Evangelio, a adherirnos de forma radical e irrevocable al Señor y a buscar en la Palabra de Dios el alimento de nuestra fe y de nuestra vida cristiana en este tiempo santo.
Éste es el único programa posible en nuestra Cuaresma: escuchar la Palabra de la verdad que salva, vivir en la verdad, decir y hacer la verdad, rechazar la mentira que es siempre el pecado. Es necesario, por tanto, volver a escuchar en estos cuarenta días el Evangelio, la Palabra de la verdad, para vivirla y ser sus testigos. La Cuaresma nos invita a dejar que la Palabra de Jesús y su Evangelio penetren en nosotros, para de este modo, conocer la verdad más auténtica de nuestra vida: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el supremo valor por el que nos levantamos cada mañana, luchamos y sufrimos, cuál es el camino que debemos tomar en la vida para no malbaratarla ni perderla.
El tiempo santo de Cuaresma y la severidad de la liturgia de este tiempo nos ofrecen un programa ascético que debe llevarnos a la conversión del corazón, a través de la oración más dilatada, constante y sosegada; a través del silencio y el desierto, que nos ayudan a entrar dentro de nosotros mismos para reconocer nuestro pecado y para abrir el corazón al amor misericordioso de Dios; a través del ayuno y la mortificación voluntaria que nos une a la Pasión de Cristo; y a través de la limosna discreta y silenciosa, sólo conocida por el Padre que ve en lo secreto.
Llamo vuestra atención sobre el valor cristiano del ayuno, que en nuestros días en muchos ambientes cristianos casi ha llegado a desaparecer. Al mismo tiempo, ha ido acreditándose como una medida terapéutica, conveniente para el cuidado del propio cuerpo y como fuente de salud. La Cuaresma, sin negar estas virtualidades, nos depara la oportunidad de recuperar el auténtico significado de esta antigua práctica penitencial, que nos ayuda a mortificar nuestro egoísmo, a romper con los apegos que nos separan de Dios, a controlar nuestros apetitos desordenados y a ser más receptivos a la gracia de Dios. El ayuno contribuye a afianzar nuestra conversión al Señor y a nuestros hermanos.
Por otra parte, la práctica voluntaria del ayuno nos permite caer en la cuenta de la situación en que viven muchos hermanos nuestros, casi un tercio de la humanidad, que se ven forzados a ayunar como consecuencia de la injusta distribución de los bienes de la tierra y de la insolidaridad de los países ricos. Desde la experiencia ascética del ayuno, y por amor a Dios, hemos de inclinarnos como el Buen Samaritano sobre los hermanos que padecen hambre, para compartir con ellos nuestros bienes. Y no sólo aquellos que nos sobran, sino también aquellos que estimamos necesarios. Con ello demostraremos que nuestros hermanos necesitados no nos son extraños, sino alguien de nuestra familia, alguien que nos pertenece.
En la antigüedad cristiana se daba a los pobres el fruto del ayuno. En estos momentos no faltan voces que nos advierten que la crisis económica ya está superada. Sin embargo, los pobres siguen estando ahí, en nuestros barrios y en nuestros pueblos. Hemos, pues, de redescubrir y promover esta práctica penitencial de la primitiva Iglesia. Por ello, os pido a todos, que junto a las prácticas cuaresmales tradicionales, la oración, la escucha de la palabra de Dios, y la mortificación, intensifiquéis el ayuno personal y comunitario, destinando a los pobres, a través de nuestras Caritas y Manos Unidas, aquellas cantidades que gracias al ayuno podamos entregar.
Quiera Dios que aprovechemos de verdad este tiempo de gracia y salvación. Que no echemos en saco roto la gracia que el Señor quiere derramar sobre nosotros con las prácticas cuaresmales. Que nos dejemos reconciliar con Dios, como nos pide san Pablo. Que la Santísima Virgen nos sostenga en el empeño de liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado, nos aliente en nuestra conversión al Señor y a nuestros hermanos y nos conceda una Cuaresma fructuosa y santa.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla