Revista Religión
LEA: Lucas 2:25-35 | Cuando Matteo Ricci fue a China en el siglo xvi, llevó muestras de arte religioso para ilustrar la historia cristiana a personas que no la conocían. Sin problemas, aceptaron retratos de María sosteniendo al niñito Jesús; pero cuando mostró cuadros de la crucifixión y trató de explicar que el niño Dios había venido para ser ejecutado, sus oyentes reaccionaron con desagrado y horror. No podían adorar a un Dios crucificado.
Cuando miro mis tarjetas de Navidad, me doy cuenta de que nosotros hacemos algo muy parecido. En las fiestas que celebramos, quizá no pensamos que la historia que empezó en Belén terminó en el Calvario.
En el relato de Lucas sobre Navidad, al parecer, una sola persona, el anciano Simeón, capta la naturaleza misteriosa de lo que Dios había puesto en funcionamiento. «He aquí, [este niño] está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha…», le anunció a María, y después predijo que una espada traspasaría su alma de madre (2:34-35).
Simeón sabía que, aunque pocas cosas habían cambiado en apariencia (Herodes seguía gobernando y las tropas romanas continuaban ocupando Israel), detrás de escena, todo era distinto: la promesa de Dios en cuanto a la redención se había cumplido.
El pesebre sin la cruz hace que el nacimiento de Cristo pierda su verdadero significado.
(Nuestro Pan Diario)