Las guerras crean divisiones absurdas entre los hombres. Por el hecho aleatorio de haber nacido en un lugar, pertenecer a una etnia o pueblo diferente o estar en el lugar equivocado en un momento inoportuno pertenecerás a un bando que odiará a los miembros del otro los cuales harán exactamente lo mismo empujados por unas reglas muchas veces injustas e incomprensibles. Quizás haya algunas guerras justas, algunas decisiones bélicas sí parecen obedecer a poderosos argumentos; pero entre las muchedumbres de los pueblos en guerra, superados los estereotipos impuestos y las declaraciones de odio por decreto, surgen a veces una aparentemente contradictoria amistad con el
enemigo.
Hay dos películas, que recrean (aún desde escenarios muy diferentes) esta aproximación a la amistad desde los lejanos extremos del odio. Ambas son historias bélicas con aventuras de naufragios y supervivencia. Las dos con combatientes solitarios enfrentados a otro solitario enemigo en un territorio hostil y donde cada uno de ellos (salvando los estereotipos) es el reflejo exacto del otro lado del espejo en que se miran los protagonistas. De la consideración del otro como el enemigo peligroso, malvado e indigno se va pasando a considerarlo el amigo generoso, bondadoso y noble. Da igual que la acción transcurra en una abandonada isla del Pacífico o en el inhóspito planeta Fyrine IV, que el protagonista sea japonés o un draco reptiliano, que ocurra en 1945 o en el futuro siglo XXI... los valores que encarnan los protagonistas son idénticos y universales. Pasamos de la repulsión a la ternura en el corto periodo de una proyección: noventa minutos contra el odio, hora y media para el nacimiento de una amistad.